Cargar con las cenizas de un muerto es una situación estresante. Y tenerlas en la mochila y trasladarlas por la ciudad, mucho más. No lo recomiendo para nada. Me siento una mula, un traficante: en la mochila tengo porro, mucho porro. No: tengo las cenizas de un muerto. El santo grial. Un millón de dólares. Conozco los códigos de los misiles rusos. Estoy en la calle. El trámite fue así: firme acá, también ahí, aquí tiene su urna, que en paz descanse. Que en paz descanse quién, pregunto para adentro y al toque me doy cuenta: los animales también descansan. Cuánta mitología. ¿Por qué les tenemos que adjudicar a ellos también nuestra religión? ¿Hasta en eso nos pasamos de rosca? Se ve que sí. Se ve que Freud, después de todo, tenía pinta de católico, creyente: que en paz descanses, Freud. Yo, mientras tanto, voy a cuidar tus restos en esta calle salvaje en la que todos son tus enemigos.
Se acerca ese hombre, me va a interpelar: entrégueme el polvo, venga conmigo. No lo hace, no lo hago. Sigo caminando. Otra señora se me acerca, ¿será agente de la KGB? ¿Aquí, en pleno barrio de Congreso? Creyó, por algún motivo, que lo de los misiles rusos era cierto. No lo era. Pura literatura. Igual que es pura literatura casi todo en esta zona de la ciudad. Veo la cúpula evidente, vigilante. Y aquí estamos nosotros, lúmpenes, caminantes desconcertados que van por Callao, ansiosas vertientes de Rivadavia y su metraje infinito hacia las vidas, vías de desarrollo de una ciudad caos. Caos como aquí. Estoy en una parada de colectivo. Ya me tomé el subte. Ahora, parado en la parada. Tengo las cenizas en una urna en la mochila. Pasan dos motoqueros, ¿ellos finalmente se llevarán a Freud? Doy media vuelta, enseño el botín. Los seduzco, es como un juego de Julián Weich, plata o mierda: ¿son dólares o las cenizas de un gato muerto lo que guarda este tipo en su mochila negra?
Deciden no averiguarlo.
El colectivo se demora. Tengo una sensación aventurera. Jamás tomé esta línea. No conozco su color ni su frecuencia ni la calidad de sus coches ni el estilo de sus choferes. Esas son las potencias que tiene para mí la ciudad. Tal vez alguna vez podría ser más osado, más valiente, salirme más de mí mismo. Entrar a un bar, pedir una copa, pedir mil, salir a cruzar todos los barrios a pie, encontrarme con una pelea callejera, tomar partido por los que me resulten más simpáticos, sumarme al grupo, que me caguen a trompadas, despertarme en un hospital público, pedir un cigarrillo, que me lo nieguen, sobornar a una enfermera, que me denuncie, dar declaración, tratar de convencer al fiscal de que no fue nada, solo un par de trompadas, que me pregunte por la droga, que yo le diga qué droga y él me responda el polvillo. El polvishhhho. Ahí tendría que aclararle que no, que no hubo droga. Entonces él me interpela con sus ojos de lince –¡qué ágil!– y saca una bolsa ziploc con unas cenizas casi negras, marrones, y yo escucho el maullido de Freud como un eco de los tiempos… ¿El fiscal cree que yo me di un saque de gato muerto?
Esto se desmadró demasiado rápido.
Y el colectivo que no viene.
Somos varios en la fila. Por suerte hay show. Hace unos minutos llegó una señora. Está vestida de calle. Vestida de calle como se visten de calle los que son calle. Qué curiosa es la capacidad mimética del ser humano: siempre termina pareciéndose a su entorno. Se come a su entorno o el entorno se lo come (¿estoy diciendo algo genial o solo describo la ley de la selva?). Rocosa es la piel del hombre de montaña y grises son las pieles de los oficinistas grises. Todo prolijito va aquel, que vive en un departamento de dos por dos, pero con amenities. Toda sucia está esta señora, mimética de este asfalto sucio, ruidosa como los bondis que pasan y que no son el mío, vaporosa como sus caños de escape. Suelta de la boca un pulmón gastado que parece humo. Lo suelta según el ritmo y la canción: con cada sílaba deja en el aire una parte de su cuerpo. Tiene por ropa un vestido rosa, una camiseta de manga corta que le ajusta los pliegues, lleva sandalias, un gorro de lana manchado de barro.
Y le gusta cantar.
Se nos paró enfrente y anunció la canción: ahora, un clásico. Se agachó presentándose. Todos los escenarios, hasta esta parada de colectivos, pueden ser el Gran Rex. Casi nadie la miró. Yo la miré, pero poquito, y pronto dejé de hacerlo. En eso también nos mimetizamos con la ciudad. La escuché, solamente, asumiendo que mil ruidos tiene la selva. Cantaba una versión libre del “Carnavalito”. Tenía sus detalles. En lugar de “llegando está el carnaval quebradeño mi cholita”, cantaba “quebradeña mi conchita”. Muy simpático. Imaginé una cordillera larga y ancha como la vulva del mundo, quebradeña, un enorme receptáculo. Y allí la clave de la fertilización del planeta Tierra: si encontrásemos algo para meterle tal vez tendríamos munditos. Tierritas bebé. Qué horror, pensé: ¿otra más como esta?
Por suerte el colectivo me sacó de toda idea pueril.
El trámite fue rápido. O más o menos. Después de media hora de viaje, caminé lo necesario, esperé lo necesario y me fui con mi cheque (necesario). Era una plata que debería servirme para cubrir baches importantes, pero que probablemente voy a terminar gastando en cosas inútiles.
En lugar de desandar el camino, pasar por el banco, depositar el papel en un cajero, hacer compras para la semana y decirle a Julito: Julito, ¿cómo le va? Sabe que tengo que cambiar el piso del baño, ¿me hace la gauchada?, preferí otra opción. Primero caminé varias cuadras de vuelta. Tenía la idea de pensar algunas cosas para lo que estoy escribiendo. Una novela de vampiros. Me calcé los auriculares y el izquierdo no funcionó. Pensé en comprarme unos, pero me instruí: controlate, Manuel. Pronto me aburrí. La ciudad me abruma para pensar esas cosas. Prefiero más una habitación cerrada, unas cortinas cerradas y los ojos cerrados. Es imposible pensar en otras realidades abombado por la evidencia de lo real. Todo es tan evidente por aquí. Evidente como ese olor a goma quemada que me tomó llegando, de nuevo, a Congreso. Evidente como la planta de mis pies (planos) que ya duelen: ay, el dolor, qué evidencia. Evidente también la palabra en el aire que el tachero le ofreció a ese colectivero: ¿lo afectará al hombre el agravio a su madre? Me gustaría imaginar que sí. Qué sería de mi vida en la ciudad sin esa literatura: a lo evidentemente real no queda más que hacerlo pasar por ridículo. En la misma esquina donde había esperado el bondi paré un taxi. La señora seguía con su show: ahora cantaba una de Lady Gaga. Qué contrastes los de este mundo. Y ustedes encima quieren que engendremos otros.
Nombré un cruce de avenidas y allí estuve, no sin demora. La teletransportación existe y tiene delay y son doscientos ochenta pesos, pibe. Los pagué sintiéndome estafado, pero eso no es novedad. Ya en el Village Caballito me acerqué a la boletería y pedí una entrada para “la próxima”. La chica me miró con gesto de pelotudo, elegí. Me pareció exagerado, ¡la puse en situación de cine! Ella solamente tenía que tener cierto dramatismo para que el espectador (el hombre derrotado que al lado mío sacaba entradas para él y sus dos demonios) viera en esto un momento de quiebre: deme un boleto para el próximo avión. Pero nada: me vendió un asiento lateral para una película romanticona que mi mente olvidaba conforme la veía. No me llevé nada más que un pochoclo pegado en el pantalón. Lo noté recién cuando estuve en casa.
En el patio de comidas del local estuve tentado de una hamburguesa. Recordé el mantra (controlate, Manuel) y pedí el libro de quejas de mi cabeza: ¿por qué no me controlé de ver esa mierda? Bah, qué más da, pagué con tarjeta y entonces casi que no pagué. En algún momento se resuelve: la tarjeta de crédito es nuestro invento más firme hacia la postergación. Un día –estoy seguro– llegará una tecnología que nos permita pagar con karma. O algo así. Pongo karma porque me resulta lo más rápido y veo que se entiende, pero en todo caso que el lector lo arregle. La cosa es que vamos a poder pagar con suerte futura, suerte o mierda, vamos a poder entregar una parte de nuestro destino a costa de este helado al que no pude resistirme. Y lo vamos a pagar igual, si total falta tanto para el futuro…
En la calle noto mi desliz y me critico fuertemente: qué imbécil, digo, mientras chupo el cucurucho. Esas gotas derritiéndose son más rápidas que yo. Y encima camino veloz porque me entra el frío de la media tarde y de las cosas frías y, ¡ah!, qué difícil. De frente se me viene gente en oleadas. Todos liberados por el semáforo de la esquina que le da rienda suelta a su deseo. Llegar, ir, volver, estar donde no queremos estar, ¿para qué? Bueno, es lógico: ¡para ir a otro lado, hombre!
Los esquivo como puedo.
Me siento en un videojuego, ¿acaso ellos no me ven? Se ve que no. Se ve que soy la representación gráfica del héroe de turno: cada hombrazo contra mujeres y hombres apurados resta puntos. Y, si se me cae una gota de helado, también: diez puntos menos. Dos gotas, veinte puntos. Ya perdí como mil. Es que me distraigo con los detalles precisos de esta digitalidad. Qué atento estuvo el creador de esta digitalidad y su escenario particular (barrio de Caballito). Qué detalles, los detalles. Me sorprende cada pequeña instancia en las cosas que me separan de la esquina. Me sorprende el papel de plástico tirado, doblado, pisado, justo donde debería estar. Qué atento el creador. Me sorprende también el vozarrón del hombre que vende artesanías sobre una manta. Cómo grita… ¿Qué dice? No importa. Esos son ruidos de fondo para crear ambiente.
Qué atento, el creador.
Me sorprende sobre todo el hombre que a un costado observa, quizá en un delirio de narrador. Not today, mi amigo: el narrador soy yo. Está echado sobre un cartón (su cartón). Detrás hay un local cerrado. Y adivino que esa ochava es como su casa. No: es su casa. ¿Qué derecho tengo –¿hombre inmobiliaria?– para repartir el uso de las propiedades privadas? Le paso por al lado, siento que invado su privacidad, ¿acaso acabo de pisar su living? Era el camino del videojuego, me defiendo, ¡quéjese con el creador! Igual que debería quejarse por esa tos. La suelta justo cuando paso y ahora soy yo el que debería quejarse, empapado. Pero no puedo hacerlo, ¿cómo lo haría? Veo su fragilidad en un punto exacto de su cuerpo. El pecho: su fragilidad. Va y viene y viene y va. Allí calienta lo que le queda de piel, es el fuelle de su cuerpo bandoneón. Lo digo (lo pienso) y me voy. Las palabras: traicioneras. Nos llevan por su trama y al llevarnos nos devuelven cosa vieja.
Mi bisabuelo era bandoneonista.
Era de los buenos o de los malos: qué más da. En diez mil años yo voy a ser tan futbolista como Messi. O como Messi no: Messi es época. Pero se entiende la idea: todo se equilibra al final. Igual que mi bisabuelo se equilibró en ese bronce, la única imagen que tengo de él. Era un cuadro que estaba colgado en la casa de la infancia de mi viejo. Está, digo, está colgado: todavía está. Hecho en relieve, un laburo impresionante. Se lo ve con su sonrisita y su bandoneón y un farol de fondo. Un tipo para todos los tiempos hecho de un material marrón brillante igual de eterno que él. Igual de eterna que me pareció esa tos, que todas las toses de ese hombre tos que me acompañaron hasta la esquina. Para ese entonces ya había perdido la cuenta: no supe si el videojuego lo gané o lo perdí.
Crucé la calle.
Para volver a casa tomé el camino central del Parque Rivadavia, lo que siempre termina por ser una mala idea. Compré garrapiñadas (Manuel, controlate). Compré un libro: Manuel descontrolado. En mi defensa, desde hacía mucho quería leer los diarios de Piglia. Además, me van a servir para mis clases. Manuel, racionalizando. Se lo pedí a mi librero de siempre. No lo tenía. En su lugar me encajó El camino de Ida, una de las últimas novelas de Renzi, si no la última. El descontrol fue más bien unas cuadras más adelante: de las tres latas de cerveza que compré, dos estuvieron de más. Igual el chocolate, las salchichas rellenas de queso (asquerosas, sabré luego) y los cien mil caramelos Butter Toffees. Todo lo junté en la mochila, con Freud. Qué destino el tuyo, Freud: compartir eternidad con los inventos innecesarios del capitalismo salvaje. Ser un guardián espiritual de las compras del chino, título que igualmente no suena tan mal. Cuando saqué, de a una, las vituallas en la cocina de mi casa (recién entonces) lo noté: ¿puedo ser tan pelotudo de no haber depositado el cheque?