Amanece atrás de la ventana. El hombre del Sobretodo Negro sacude la taza de té para que floten las virutas. Sus ojos blancos se hamacan en el borde dorado que da al campo. Mañana deliciosa, con la temperatura perfecta. Una sonrisa placentera le tironea bajo la nariz. Lleva desde el momento en que se levantó su sombrero de ala ancha. No es quién sin el sombrero de ala ancha.
La cabaña suspira su apnea. Las tazas, la madera, el sillón permanecen tranquilos y callados, solo el Rifle dormita inquieto. Remolonean los primeros vapores del día. Los tablones de madera avivan la atmósfera de placer quieto. El cocker spaniel mira atento, con la boca pegada al suelo. El rottweiler espera con la lengua afuera. El tercero, una mezcla de nada con algo más, permanece cuerpo a tierra con los ojos cerrados.
El hombre del Sobretodo Negro toma el último sorbo y se pone de pie, los perros reaccionan de inmediato. Los pasos se ahuecan sobre el piso de madera, algo gime a lo lejos un bostezo lastimero. El hombre del Sobretodo Negro toma el Rifle, que se pone contento.
Llega al vano de la puerta. Antes de presentarse frente al sol, revisa las municiones. Abre con un crujido que rompe la calma, y el Famulario irrumpe con el día.
El campo sacude su cansancio. A lo largo de la enorme extensión de pastos, las espaldas se encorvan y se retuercen en una acción armonizada: el encanto de La Rutina.
Agotados y legañosos, esperan la señal con los brazos colgando. Con sus músculos quemados por el sol y el trabajo, un excelente catálogo de cuerpos. A su izquierda aguarda la campana, Gigantesca.
El hombre del Sobretodo Negro se cuelga el Rifle al hombro. Camina hacia la Gigantesca y los fámulos lo avizoran semivivos, semidormidos. Se desplaza bajo la atención de los perros, de los hombros fruncidos del Famulario, los ojos extintos. Apoya la mano en el badajo y lo sopesa un momento: es su parte favorita del día. Empuja con fuerza. El péndulo se balancea, grueso, hasta chocar el extremo de la campana con un golpe dorado. Se extiende por toda la estancia, carcome el pasto, sobrevuela el lago, vibra contra el bosque, rebota y lanza otra réplica, que vibra donde no llega la vista.
El Famulario se despierta. Gimen moribundos con las pestañas al sol. El hombre del Sobretodo Negro avanza por el camino principal, marcado por un seto perfecto. Los fámulos se arrastran con lentitud al galpón de las herramientas, un edificio de madera percudida. A lo lejos, los altos árboles que dan inicio al bosque levantan las orejas, se mecen un poco.
De uno en uno recogen tijeras, azadones, horcas, cañas, redes, palas. Luego salen en fila, el campo se resiente bajo sus pasos. La superficie que lleva del pasto al galpón es un área de tierra encrudecida, con pequeños barrizales de rocío y humedad matinal. Un puñado de fámulos va hacia el galpón donde se lleva el inventario.
El Rifle canta en voz baja. Hacia el sur, unos fámulos llevan cañas y mediomundos; un poco más allá, otros se encaminan con hachas y carros para leña. Apelmazados junto al corral, algunos cuidan de las cabras y las gallinas. Por la entrada del viñedo desfilan quienes se aprestan a resfullar los arbustos frutales, más lejos los que van hacia las inmediaciones del bosque. El hombre del Sobretodo Negro ve que es bueno.
Sobre un promontorio de tierra, el inmenso Rosedal descansa de su poder nocturno, se prepara a dejarse acicalar con las tijeras y el agua fresca del Lago. Y junto al Lago, el zumbido de las máquinas sobre el que Famulario contabiliza en ábacos e ideogramas, marca el ritmo con el que se desplaza el sol.
Allí donde el calor golpea más fuerte, un fámulo balancea los brazos. El hombre del Sobretodo Negro distingue la mirada vacía, la angustia contenida en los últimos resquicios que guarda de humanidad. Un peso maldito a punto de quebrarse sin remedio que hace el trabajo más difícil de lo que es: La mente siempre atisba unos últimos resplandores antes del colapso. El Rifle se entusiasma cuando los ve desarrollar algo de ira.
Protegidos del sol brutal de mediodía, bajo un techo de ramas, los famuleznos retozan entre flores y conejos. Los aman y los cuidan. En el corral de al lado, los famulenos adolescentes salen de a uno para recoger el desperdicio de la noche y llevar todo al Rosedal. El hombre del Sobretodo Negro los acompaña unos minutos para ostentar el Rifle como un educador de última instancia. Se lleva una mano a su sombrero de ala ancha. No es quien sin su sombrero de ala ancha.
Cuando las sombras se ocultan de los pies bajo ese verano eterno, la estancia experimenta una presión de alivio. El hombre del Sobretodo Negro, pleno en su justicia, se acerca a la Gigantesca. La hace sonar tres veces. Y el ambiente se desintegra. El Famulario se dirige a un claro frente a la casa principal. Los pescadores arrastran su carga en redes que todavía se agitan con los estertores de algunos peces. Sus pieles babean grasa entre las cuerdas, levantan un olor líquido.
Los perros se ponen en guardia. El Rifle, entusiasmado.
Fámulos, famulenos, famuleznos se reúnen en el claro, comen con las manos el pescado vivo, el ruido que hacen se desplaza por todo el campo, un chapoteo que ensordece, una nube de insectos a ras del suelo. El hombre del Sobretodo Negro los mira en silencio. Sopesa el Rifle, no quita los ojos blancos del espectáculo. Este momento del día le advierte de algo, perdido en el tiempo, que retumba en su estómago.
Siempre que el hombre del Sobretodo Negro ve este espectáculo su cuerpo espectral se achicharra.
Cuando todo termina, los famulenos pasan rastrillos. Mientras tanto, como activando otra vez el día, suenan de a poco las teclas ideográficas, marcan el sol mientras limpian el claro. La estancia recobra su vida y se acerca al ritmo que llevaba por la mañana. Con fuerzas renovadas, el Famulario trabaja las vides, cuida el Rosedal, fabrica los quesos, alimenta a las cabras, los conejos, las gallinas. Los pescadores descansan un poco de pie y en silencio, los brazos mecidos por el dolor.
Después del primer ataque, el clima se vuelve más sucio. Esa pátina sudorosa se mantendrá hasta la noche.
Cuando el sol cae, cuando el Rosedal comienza a dirigir sus flores hacia la luz cósmica que surge de las sombras, el hombre del Sobretodo Negro toca nuevamente la Gigantesca y se dispone a mirar el epílogo del día. Los pescadores arrastran sus redes, que todavía se agitan con los últimos estertores de algunos peces. Los ojos blancos oyen el chapoteo, delimitan las formas en el crepúsculo. Los cuerpos recortados contra el aura de las últimas horas experimentan un resto de placer.
Los perros callan.
Engañados por el silencio, los sapos y las chicharras se animan a sonar.
La noche se llena de estrellas, mientras los cuerpos van cayendo en su lugar. Extenuados y relucientes, pestilentes y oxidados, se acuestan a reposar la máquina. El hombre del Sobretodo Negro, sombrero en mano, se refugia tras el marco gris de la cabaña. Contempla los árboles, el Rosedal inquieto, las estrellas. Esas bolas de fuego de donde vino hace tanto, tanto tiempo. Se pasa una mano por la cara para recordar la forma de su rostro. Hace tiempo que destruyó los espejos de su casa en honor de las verdades que no puede soportar.
Una última taza de té.
Ojos blancos retrasan el sonido, pierden de a poco el foco del ambiente.
La madera es lo último que se echa a dormir, mientras el Rosedal llama a las estrellas.
