I
Voy a entrevistar a César Aira. En realidad no lo sé porque César Aira no da entrevistas a periodistas argentinos. Vamos de nuevo: me gustaría entrevistar a César Aira. No sé si es mejor así la formulación. El “me gustaría” relativiza la magnitud de mi proyecto. A ver así: entrevistaré a César Aira. Un poco mejor, más decidido. Aunque se puede mejorar. Lo paso a presente: quiero entrevistar a César Aira. Sí, ahí vamos. Quiero. Voy a entrevistarlo.
O tal vez no, todo va a depender. Son las 19.32 de una noche de julio. Es invierno en Buenos Aires. Las circunstancias y los escritores. Etcétera. Pero acá son las 19.32 de una noche de julio y esta tarde me llegó a casa un nuevo libro suyo. Entonces se me ocurrió la idea de entrevistarlo. Aunque la verdad es que todo lo que tiene que decir ya lo dijo en entrevistas a medios extranjeros, en sus libros de ensayos, en sus novelitas.
Más no sea quisiera entrevistarlo para hacerle una sola pregunta. Supongamos: lo llamaría por teléfono —es una forma de decir porque no tengo su teléfono—, pero imaginemos por un instante que tuviera su número de teléfono. Lo llamaría, sonaría dos veces el tono y le diría, suponemos: “Cómo le va, César, mucho gusto, soy periodista, tengo una sola pregunta para hacerle. ¡Una sola!, sí, sí, ¡no corte!, una sola, ajam, ajam. Bien. La pregunta es la siguiente”. Siempre y cuando el que atendiera fuera César
Aira… O quizás podría ir a merodear una semana por las calles del barrio de Flores en Buenos Aires y ver si lo encuentro en uno de los cafés o frente a la iglesia de la calle Rivadavia o caminando por la plaza. Y ahí sí, al verlo (supongamos otra vez), caminar hacia donde está él, con pasos que eviten la sospecha, y hacerle de golpe la pregunta. Rampante.
