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Furia | Clyo Mendoza

Así comienza la contratapa de Furia, de Clyo Mendoza: “Una maldición se cierne sobre el linaje de Vicente Barrera”. Seré osado, diré: la maldición está en el texto, en sus costuras, la maldición está en la sangre tinta que dibuja, como si fueran letras, una historia degenerada. Todo se infecta con la prosa, como una rima trunca que siempre se pospone, la maldición es la palabra y la historia bestial que se tiñe con la lógica de la afectación. Porque toda palabra está maldita en este texto y toda palabra maldice a la que vendrá: como en un dominó macabro, cada pasaje contagia al siguiente y deforma la trama infectada de un realismo visceral.

Porque allí vamos: en las llanuras de los desiertos todos los horizontes parecen los mismos. Y entonces el tal Barrera bien podría ser la Cesárea Tinajero que los detectives de Bolaño salen a cazar. Pero no: acá todo está más allá, un salvajismo incluso más brutal, el de Mendoza. El texto se trunca en cada párrafo, como si el recorrido de las verdades, los espejismos, los mitos, las leyendas durara lo que tarda un cuerpo en caer a un precipicio: el párrafo como abismo, el texto como gran caída, como ley de gravedad. Todo es inevitable, por tan obvio y desquiciado, la vida de estos vagabundos desérticos, hijos del tal Barrera, que vivirán para contar aventuras guarras, guerras que no les pertenecen, una obsesión por la imaginación y el placer.

Nada importa menos que el sentido y, al mismo tiempo, todo se construye con un porqué: Mendoza encuentra, en el ir y venir de la prosa (musical, impecable, aromática), una forma sencilla de explicar la realidad: todo podría ser de otra manera. Y toda frase, a su vez, postula el infinito: todas las palabras -desde las mínimas hasta las definitivas- se ganaron su lugar en este texto que, se ve claro, no debió ser sencillo de escribir. Sobran las ideas, sobran los peligros: todo corta, lastima, pincha, mata en el desierto, que es como el texto.

En algún párrafo perdido (porque todo está perdido en la inmensidad), Mendoza preguntará ¿qué se ve cuando no existe la memoria? Y tal vez lo que se vea sea esto. Un páramo en el que hasta las sombras son enemigas y hasta las sombras nos amarán, con un aullido de perro detrás y un sol (siempre un sol) que parece una moneda de oro.

Patricio Cerminaro

Artículo publicado originalmente en www.revistaspoiler.com

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#Reseña | Fármaco – Almudena Sánchez

Un libro es también una confesión. O puede serlo: debería serlo. Ahí es donde escribir y leer, a veces, se tocan: toda palabra tiene el doble filo de significar y significarte. Como si todo lector fuera un espejo o todo escritor fuera un reflejo: el texto es lo que está entre el sujeto y el sujeto. Y entonces Fármaco aborda la biografía como si fuera una vida posible: en la narración de Almudena Sánchez se ve la delicadeza de una situación que jamás será la nuestra y que al mismo tiempo lo es.

Una píldora de casi doscientas páginas. Que se traga de un trago o no se traga. Desde el vamos, el contrato: “hablando de cabezas: habría que empezar a explosionar ya”. Así escribe Sánchez, kamikaze, autodestructiva, en la primera línea que es como una mecha encendida: explotá conmigo o pasá a otro libro. Como un abrazo del hombre bomba en el campo de batalla. Como si de guerra viniera la cosa: pronto vira el timonel de la metáfora y ya no volverá. El texto, un cuerpo. Un cuerpo que enferma y sana en cada línea. En cada intersección: en la línea blanca que precede y antecede las palabras. Escalones en el descenso al infierno de una prosa que se cocina al calor de la fiebre. Porque allí vamos: la metáfora del libro se cimienta (no es difícil verlo) en la obsesión por la farmacología. Los cuerpos orgánicos, las cosas que sanan, que crecen, que marchitan, que laten, que fluyen, que curan, que duelen, que cortan, que pinchan, que combinan sustancias químicas como un laboratorio de pruebas en los que, ahora sí, todo tiene (siempre) que explotar.

Ya en la introducción, Sánchez aventura que “los buenos libros tienen una temperatura alrededor de los 39,5 grados” y probablemente sea cierto. La lucidez del concepto, sin embargo, puede ser también su propia condena: ahí, en los huecos de las palabras, pondremos todo el tiempo el termómetro. Pero eso sí: por momentos, entre las letras que tiemblan por los chuchos de frío, no alcanzan los números para medir lo que se siente cuando la sangre o la tinta llegan, incluso, a punto de hervor.

Patricio Cerminaro

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#Reseña| Vida de Guastavino y Guastavino – Andrés Barba

Todo -incluso, también, la vida, tal vez- comienza con una advertencia. Barba lo hace. Nota introductoria. Página nueve, sin numerar. Dice el autor: “El biógrafo es siempre un exégeta por obligación de interpretar lo que admite muchos significados posibles, pero también -y sobre todo- por la de darle a la vida una forma y un sentido que casi nunca tuvieron”. Entonces allí vamos. Donde no había nada: todo. Como Guastavino. Hacer una cúpula de palabras. Que las palabras copulen, que fecunden, inventivas, diosas, una vida posible para Guastavino. Para Guastavino y Guastavino. Porque en la introducción tal vez faltaría una advertencia cortasiana: no ha de confundirse el pie con el pie, no ha de confundirse Guastavino con Guastavino. 

Dos vidas para una continuidad. Así lo narra Barba. Quien quiera entender que entienda. Quien quiera leer que lea. Quien sepa leer que entienda y sino que entienda cualquier cosa: es premisa del texto la construcción colectiva de la Historia. La Historia como las infinitas biografía que se entrecruzan en ciudades posibles: Nueva York, telón de fondo de estas multitudes, de estos individuos. La idea borgeana: tomá puntos arbitrarios de una vida y escribirás su biografía. Tomá otros puntos y escribirás otras miles posibles: las mismas vidas. Guastavino como el migrante español que hace la América. Guastavino como el hijo del migrante español que hace la América. Guastavino como el susurro que viaja a través de una cúpula bien pensada pero nunca resuelta, como un susurro que viaja por la cúpula del mundo y que puede oírse, misterioso, en cualquier parte donde la compañía del tipo (de los tipos) haya puesto un pie. 

Barba construye la historia como Guastavino y Guastavino hacen de ladrillos los sueños newyorquinos. Todo es un punto en común. Las historias van y vienen como van y vienen los destinos de estos hombres que solo saben hacer una cosa: hacer, hacer, hacer. “Para construir la modernidad”, dice el texto, “traer a Boston y Nueva York el sistema con el que se construyeron ‘los muros de mortero hidráulico de Babilonia, las bóvedas y cúpulas de los asirios, los persas, los árabes, los romanos, los bizantinos”. Guastavino y Guastavino diseñan la gran ciudad con la plastilina de la Historia. Y Barba construye sus biografías, en poco menos de cien páginas, con la ética de una sustancia química: todo lo moldeable se debe moldear. Toma de la mano al lector, como hizo Guastavino la tarde de la iglesia, y lo guía por un rompecabezas sin formas, donde todo encaja, donde todo puede encajar.

Patricio Cerminaro