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Tu cruz en el cielo desierto – Carolina Sanín

A poco de iniciar el relato Carolina Sanín decide adelantar el final. “Nunca nos tocamos, ni llegamos a estar en una misma habitación, ni siquiera en la misma ciudad del mundo”.

Queda claro: no habrá encuentro entre los protagonistas de la historia de amor a distancia, entre la escritora colombiana y el poeta chileno que vive en China. Y esa decisión de spoilear el final bifurca el camino. Habrá quienes abandonen la lectura, pero el que siga se verá recompensado por las idas y vueltas de un río de palabras potente, agudo, conceptual.

Sanín facilita ese camino con una forma de narrar que seduce por el estilo y el encadenamiento de las palabras que resultan más importantes que la historia en sí.

El que se relata  en “Tu cruz en el cielos desierto” será un amor fabricado con palabras, sin tacto y sin olfato.

Es una novela, pero también es un ensayo sobre un tema del que se ha hablado y se habla todo el tiempo, reactualizado en épocas de redes sociales donde todo es más veloz y las cartas quedan claras en la primera mano.

La escritora colombiana acude a Shakespeare, a Rulfo, a Dante mientras intercala partes de los encuentros de dos protagonistas con pretensiones diferentes: ella quiere superar la virtualidad para pasar al encuentro, él está cómodo con el vínculo a distancia.

Sanín parece manejar las palabras a su antojo como si fuera un campo más maleable que el del amor, en un territorio solo reservado para los buenos escritores.

Guillermo Cerminaro

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Sr. y Sra. Baby – Mark Strand

“Este es el verdadero alimento de un poeta: otros poemas, no un pastel de carne”. Así dice Mark Strand en la entrevista que se publicó en las últimas páginas de Sr. y Sra. Baby. Y entonces que se sepa: un poeta come bellezas, bellezas poéticas: ¿qué come, entonces, cuando quiere escribir prosa? O en todo caso mejor, qué comió Strand para escribir este, su único libro de relatos. Tal vez algo alto en contenido ácido, tal vez algo tierno, tal vez delicadezas. Probablemente más relatos. Pero que comió, comió, porque está bien alimientado: los textos, vigorosos. Tienen la potencia y la capacidad expansiva del verso, sí, pero también tiene lo propio de la narración, esa capacidad mimética con la realidad. Y entonces los textos funcionan como una máquina, que es como todo texto debería funcionar. Se expande y se contrae, una respiración. Eso Strand lo aprendió de la poesía. Nacen y mueren: eso Strand no lo aprendió de la poesía. La poesía proyecta la eternidad y un relato, la finitud. Lo que acepta el paso del tiempo: eso es un relato. Entonces hay lugar para que un hombre se enamore cinco veces en su vida, para que un presidente de su discurso de dimisión en nombre de “la inmovilidad que habita el centro del hombre”, para que un general juegue a la guerra con soldaditos en su sótano. Pero después existirá, probablemente porque ningún autor puede escaparle a sus vicios, cierta pulsión por el infinito. Y entonces los textos de Strand, como un poema, exigen una y varias relecturas: el sentido, como en las mejores coplas, siempre viene después.

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Demoras en la General Paz

Veo una duplicación y me encantan las duplicaciones. Hablar dos veces de lo mismo. Que es lo que hace la poesía. Qué es lo que hace la poesía: hablar dos veces de lo mismo. Así que díganme ustedes si también ven una duplicación acá: Demoras en la General Paz. Más allá quizá de cualquier chascarrillo simpáticón (¿qué podría ser la General Paz sino una gran demora?), la idea: la poesía está duplicada en el título. Porque qué es la poesía sino demora y qué es la poesía sino la magna General Paz. Lo que circunvala. Lo que divide, lo que no está ni adentro ni afuera: ¿qué es la poesía sino una larga avenida donde nos sentamos a tocar bocina hasta aburrirnos?

Ahí creamos. Ahí creemos.

Es peligrosísimo, eso. Aburrirse. Estar con las manos en el volante y no tener qué hacer. Estar con los dedos en el teléfono, acompañante, y no tener ya de qué hablar. Entonces la poesía. Entonces aparece, a veces, para algunos. Para Otegui apareció. No sé si fue ahí, precisamente ahí, donde apareció (sentado, con las manos en el volante, con los dedos en el teléfono). Y de hecho no me interesa: me interesa que apareció. Y que los versos tienen el aroma del trabajo de la combustión y el aroma de un bocinazo. Y que tienen el ruido de una moto que pasa de costado y tienen el ruido del verano. Versos que están suspendidos, como la buena poesía está suspendida: el lector, el lector de poesías suspendidas, más que el auto en la General Paz es el asfalto de la General Paz. El que tiene que tener mil autos encima para entenderlos. El que tiene que sentir el tatuaje de las ruedas, constante, quietísimo, para figurarse qué es una rueda. Nosotros, los lectores, somos brea y arena que no tienen idea de nada más que de brea y arena. El resto del mundo, los autos por ejemplo, que son como versos o mejor como rimas, es un gran misterio al que accedemos por la repetición. Un auto atrás de otro atrás de otro atrás de otro. Como los poemas de Otegui: uno atrás de otro forman una gran escudería. Una tradición con tracción a petróleo, petróleo que ya pronto seremos: ¿nuestros huesos acaso no tienen la potencia química de los dinosaurios? 

Así que versos como versos prehistóricos, desenterrados: Demoras en la General Paz propone un mundo tracción a verso que nunca puede avanzar. Y que está bien que no avance. Lo bello del movimiento mecánico de los autos es esto: no la máxima velocidad, sino la cadencia. Que el mundo no esté hecho de luces y flashes, sino del detalle, aquel detalle al costado del camino que solo podemos ver avanzando a dos por hora. Eso es la poesía: avanzar a dos por hora, demorados.

Patricio Cerminaro

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Un beso de Dick – Fernando Molano Vargas

Veo más complicaciones en la construcción de una ternura que de un amor. Cómo se postula una caricia, cómo acaricia una palabra: veo más dificultades en la producción de sutilezas que en lo descarado de lo waso, del desborde. Molano Vargas lo logra. Logra que veamos las mejillas sonrojadas sin tener que describirlas. Logra ver la gota de sudor que Felipe nunca larga cuando ve a Leonardo, porque eso es escribir: incompletar. Dejar librado, incluso librado al azar: el lector es un gran azar. Y en todo caso escribir es teledirigir: encapsular ternuras en guiones de diálogos. Molano Vargas lo logra. Que la gran conversación (porque Un beso de Dick es, más que nada, una gran conversación) fluya como fluiría, por ejemplo, el aire entre ellos dos. Que haya aire y que haya ellos dos y que haya capacidad para el fluir: con grandes recursos estéticos (narrativos, sí, conceptuales, sí, pero sobre todo estéticos) vemos, guiados por su mano invisible, una historia de ternuras que se construye sin terminar de construirse.

Porque eso es después de todo entrelazar los dedos. Como una novela se entrelaza con su lector. Como Felipe y Leonardo se entrelazan. Como nos entrelazamos vos y yo, ahora. Estar en un contacto latente: rozaduras que bien podrían separarse al mínimo desencuentro, porque todo contacto es condicional. Salvo estos, los incondicionales: los primeros amores. Los que quisieran agarrar fuerte (fuerte, pero fuerte fuerte) al otro para no soltarlo jamás. Así como los amores de verano, o los amores escolares que son como largos amores de veranos. Así como dice Felipe: “Me da risa: porque andamos tan prometedores que nos hemos prometido querernos hasta que la muerte nos separe: con eso tenemos asegurado querernos, por lo menos, hasta salir del colegio”. Porque es así: la gran novela de los amores adolescentes la escribió Molano Vargas en los 90 colombianos. Y se perdió como se pierden las cosas importantes. Enterrada por el tiempo. Dice bien al principio: “Cuando alguien se muere lo primero que hacen es enterrarlo. Pero no como se entierran los tesoros”. Y es verdad. Pero también puede pasar que la oscuridad transforme lúmpenes en faraones, que los dinosaurios se vuelvan pilar de las economías nacionales: puede pasar que un texto sea enterrado como las semillas libres a las que se las lleva el viento. Y que por gracia de un zapato que la entierra en el lugar indicado, de una tierra fértil, de una lluvia, florezcan: como las ternuras, como los besos. A veces simplemente sucede.

Patricio Cerminaro

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Tendres Stocks – Paul Morand

Quizá yo diría que un buen narrador más que un buen narrador debería ser un buen músico o que, en todo caso, un buen narrador siempre es un buen músico. El ritmo lo necesitamos, pero un buen músico no es eso. No es el que crea patrones, no es el que los repite, no es el que fecunda bellezas y bajezas, tampoco y mucho menos es el que escribe canciones. Un buen músico es el que hace bailar, el que conoce la santa alquimia del cuerpo, el que oyó hablar de los protones y los neutrones y su excitación física cuando algo los excita. Un buen músico es el que conoce de la química de las cosas vivas. Y aquí está Morand. Un hombre que vivió. (Tal vez para conocer de las cosas vivas se deba vivir primero). No estamos acá para discutir cómo y porqué Morand sabe de pulsos, de impulsos. Estamos acá para entender que toda palabra ritmifica y toda palabra mitifica, en un mismo procedimiento. Toda palabra propone una melodía y a la vez un silencio, su contraparte, su condición de necesidad. Y mezclar eso, ay, mezclar eso es la tarea del músico, del narrador. 

Los textos que componen Tendres Stocks respetan todos la misma cadencia. Un sonido que se expande y se contrae y que después decanta. La música es eso, un texto es eso. Morand sabe llevar la orquesta, el texto como una gran superposición que puede verse, pero también olerse, como los mejores himnos. Y que de vez en cuando fabulan y que a veces explotan como estribillos que duran solamente una frase, una vuelta de canción, para volver al ritmo y al pulso, al mito y al recurso, siempre al recurso, al encause de la historia, que siempre va para adelante, más allá de los desvíos: los desvíos son el matiz en el increscendo. Por eso, tal vez, por su capacidad para contar, para Contar con mayúsculas, Proust lo admiraba, como admiraba Proust. Basta leer el posfacio, largo, potente pero también irreverente, que el autor le dedicó a Morand, en un gesto bastante excepcional. 

El libro, editado por Leteo, se completa con algunos poemas y textos sueltos que Morand dedicó a Proust, pero también al propio entendimiento de sí mismo. Así se completa una obra que funciona apenas como un vistazo de una biografía que parece tanto o más potente que los mismos textos. Y eso es decir mucho.

Patricio Cerminaro

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El mar interior – Matías Capelli

Y tal vez un texto sea también esto: tomar unas tierras, inventarnos nacionalidades y diseñar, durante años, durante siglos, los mejores sistemas de ingeniería hidráulica para contener lo incontenible y, conteniéndolo, poder vivir. Crear tierra firme y al costado los ríos: los textos son los ríos que corren de costado. En ciudades hombres, en ciudades mujeres. Los textos son el fluir de una conciencia, de una historia que se resiste, que se resiste a desaparecer o en todo caso que, como se resiste a desaparecer, inunda nuestras ciudades, nuestros países bajos que no podemos evitar que se inunden. Porque siempre se inundan, nuestros países bajos: construímos contenciones verbales solamente para no inundarnos de nosotros mismos, de nuestro territorio. Como esta reseña, que conquista el sentido quizá sin la prolijidad de los profesionales neerlandeses, de su contención estética que crea frontera mientras crea identidad, nación. Esta reseña no tiene el pulso que tiene Capelli. Matías Capelli, él, el autor. El dueño de su territorio: el que puso diques en su pasado, en algo como su pasado (poner diques es contener el pasado).

Leamos la solapa, vayamos a donde importa: Entre 2013 y 2016 vivió en Ámsterdam, Países Bajos. Entonces viajemos. A su historia paralela, como todo canal tiene su paralelo: distintas frecuencias de una biografía o de una ciudad, que al fin y al cabo es lo mismo. Y Matías no es Matías en esta ciudad paralela, sino que es Milton. Dejemos para otro día el problema del autor. Hoy hablemos de él, de su destreza para andar en bicicleta, por ejemplo: ¿sabe hacerlo? Sabe… ¿sabe esquivar tranvías? No sabe o no puede o no pudo: choque y disparador. Tenemos historia. Tenemos historia de un pibe común, ¿qué hace en Ámsterdam? bueno, lo que hace cualquiera: tratar de sobrevivir. A los tumbos. Un extranjero que muerde los restos de una ciudad que no lo mira y nunca lo mirará, porque la ciudad nunca nos mira, mirándonos. Mirándonos siempre: nunca nos mira, mientras nos mira, hasta que necesita hacerlo. Hasta que un hijo de puta nos chocó y huyó, dejándonos con la bicicleta por el piso y con la cortesía de los que vieron todo, ¿estás bien?, estoy bien: recién ahí nos mira. Por las camaritas de la burocracia, que ordena la realidad. Ni siquiera las camaritas ordenan la realidad: las ordena un tipo detrás del escritorio que dice quién tiene razón en una disputa, tal vez menor, entre ciudadanos de esta ciudad contención. Así narra, Capelli: narra la ciudad artificial con el artificio de una memoria, que como tal construye y reconstruye, hace y deshace, arma y desarma, ama y desama. Y fluye, sobre todo fluye, como los canales de Ámsterdam. Cuenta la historia de una gota en esta ciudad fluyente: ¿puede una gota ser dos gotas, puede una gota ya no ser gota, puede una gota sentir amor, odio? Preguntas que arrojamos al mar.

Patricio Cerminaro

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Escribir en el agua – John Cage

Qué obviedad decir que toda vida es inaccesible. Incluso tal vez la propia vida. Pero hablemos de las vidas, las otras (¿nuestra vida no es una vida otra?). Las vidas como misterio, como enigma, como cosa imposible: ¿en qué ocupan el tiempo los demás, cómo viven, qué hacen cuando dicen que hacen, qué hacen cuando dicen que no, que no hacen nada? Imposible saberlo. Fin de la pregunta. 

Ahora hagamos una pregunta más interesante: ¿cómo se puede acceder a una memoria? Si se puede: ¿la memoria es una vida también? ¿o es una cosa? Es una cosa, parece ser una cosa. Tengo en mis manos el libro de Cage y estoy seguro que es una cosa: Escribir en el agua, la novedad de Caja Negra, es la confirmación de que existe un modo de descarga, un modo de legado, una versión fantasmal que puede sobrevolarnos y que si las mentes son brillantes (y la mente de Cage brillaba, ¿cómo no iba a brillar?) incluso podemos verlas.

Mírenlo ahí, por ejemplo, mírenlo. Tomando sus clases con Schoenberg, mírenlo. Está en el pizarrón resolviendo un problema sencillo, ¿sencillo?, no tan sencillo. Si es tan sencillo resuélvalo de otra forma, señor Cage: y Cage va y lo resuelve. Porque la cabeza de Cage cambia. Cambia como un piano intervenido: pone objetos entre las cuerdas neuronales y, pum, una idea nueva. Una canción inaudible, ¿o será una canción que se completa solo con lo impredecible de la audiencia? O pum, pone otro objeto entre sus cuerdas y de repente el i Ching, ¿de dónde salió? ¿siempre estuvo ahí? Será cuestión de usarlo: será cuestión de azar. O pasarán los años y seguirá poniendo objetos en su piano/mente. Y siempre detrás de las respuestas: Cage, encerrado en la traducción de su apellido, quiere salir de la jaula. Los sesenta y dos años de cartas que componen este volumen muestran su obsesión por salir de la jaula. O por responder la pregunta que su maestro le hizo aquella vez frente al pizarrón: ¿cuál es el principio que subyace a todas las soluciones?

Dirá en una carta de 1948: “no me interesa el éxito, sino solamente la música”. Dirá en el ocaso, 1992: “Me encuentro en un punto en el que ya no pienso ni siento. Todo lo que escribo son sonidos”. Qué pasó en el medio: qué pasó entre ir hacia la música y volverse la música. Pasó el budismo, pasó el amor, pasó un gato que se cae de un sexto piso y se rompe un diente, pasó la muerte de un padre, la larga postergación de la muerte de una madre, pasó un cambio de alimentación, dolores en la muñeca, pasaron Duchamp, Wittgenstein y Thoreau, pasaron viajes, muchos viajes, pasaron estas cartas y las que nunca se recuperarán. Pasó la respuesta, en el año 77: “el principio que subyace a todas las soluciones es la pregunta que hacemos”. Y también pasó la obsesión por los hongos y sus beneficios. 

Mírenlo ahora, paseando por el bosque, sintiendo la frecuencia exacta de una hoja seca crujiendo bajo sus pies. Mírenlo ahora, agachándose, encontrando, salvaje, algo precioso: esos mismos somos nosotros, en el bosque Cage, tocando con los ojos sus palabras: íntimas, alucinógenas, ricas, naturales, propias y a la vez, silenciosas.

Patricio Cerminaro

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#Reseñas| El mal menor – C.E. Feiling

Narradores: narren como Feiling. Detectives: piensen como Feiling. Villanos, asesinos, perversos: oculten como oculta Feiling. Palabras: ríndanse ante él. Si es que todavía no están rendidas.

En El mal menor hay pulso, todo es pulso, todo es respiración, órganos vitales, un texto órgano que se contrae y se expande, que se hincha y se desinfla, un texto sangre que recorre, con genética híbrida entre el terror de Stephen King y los sábados de súper acción, la tensión, como una cuerda floja del pensamiento. Un equilibrio constante: lo que se dice y lo que se oculta. Esa es la cuestión del género. Porque todo texto es también dos textos. Dos planos. Los planos de Inés Gaos, que ve lo que no hay, que ve lo que no hay hasta que hay, sí que hay, mierda que hay, ¿qué cosa?, una realidad falsa, una cosa imposible, que sin embargo sucede. ¿Monstruos?: no, no alcanza. ¿Manchas de sangre, semen, bilis que gotean del techo? No, no alcanza. Lo que ve Inés Gaos (dueña de un bar en San Telmo, conflictuada, soñadora) es al otro texto invadiendo el texto original. El mundo como un texto que puede ser leído: lo reprimido, lo comprimido, lo opresivo, que ataca. Lo que parecía que no estaba, pero está. Lo que parecía de leyenda: hay un sentido más allá del mundo y un día ese sentido nos va a atacar.

Como siempre ataca el sentido. Como siempre acecha lo no dicho: el reverso del texto es el reverso del mundo. Y al mundo, si es que alguna vez se lo ha de estudiar, si es que alguna vez se lo ha de entender, se lo mirará como una totalidad o no se lo mirará realmente: lo que es y lo que no es y lo que parecía que era y al final no. Como el texto: ¿es bueno o es malo subrayar la última frase de un libro, incluso cuando ese libro parecía completo, terminado, total? La pregunta, duele. Como duele saber, en el último hálito de una respiración, que todo lo que creías así era asá. O peor: como duele saber, mientras caemos con el cuerpo tieso desde un balcón, que incluso la ley de gravedad podría funcionar de otra manera. Porque todo camino es camino cuando se llega al final: mientras tanto es deriva. Como los textos de Feiling, que con segundas vidas como estas, resignifican el pasado. Siempre hay un segundo texto. Y en este caso probablemente haya más. Alguien dijo, no sé quién (pero tiene razón), que los textos clásicos no se leen. Se releen. Mil textos tiene la noche: mil noches tiene este texto. Será cuestión de soñar… o de ya no hacerlo nunca más.

Patricio Cerminaro

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Primera persona del singular – Haruki Murakami

Un escritor sin obsesiones es como un animal sin instinto, dijo una vez aquel. Y un animal sin instinto más que un animal es una máquina y entonces conflicto porque un escritor es también una máquina: será, entonces, una máquina con obsesiones. Como la vez aquella tan famosa en la que Casciari dijo que Messi es un perro, sin dudas provocativamente, pero con ciertos argumentos: bueno, esta vez puede decirse también que Murakami es un perro, tal vez provocativamente, pero con ciertos argumentos. Un perro obsesionado, un hueso, quiere su hueso, ¿el jazz? un hueso, ¿la nostalgia? un gran hueso, ¿los Beatles? otro hueso. O no, mejor no, mejor Murakami es como un pájaro, eso queda mejor, menos provocativo, menos argumentado, pero más bello: Murakami es como un pájaro porque siempre vuelve a su nido, porque no puede más que volver a su nido, Murakami es como un pájaro porque siempre vuela y no puede más que volar y vuela como si hubiera nacido para eso: Murakami escribe como si hubiera nacido para escribir, porque nació para escribir.

Y como la máquina que es, la máquina obsesa y rehén de su propio mito, construye las ficciones con sus mejores características: la relojería, los mecanismos, la precisión, las costuras, el ritmo y la arritmia, el tempo y el contratempo, la paradoja, la circularidad. Como el relato tal vez más logrado, Flor y Nata, el segundo de ocho, en el que un viejo encara a un muchacho -porque ahí tenemos otro ejemplo: el choque generacional como hueso- y le dije muchacho, piense un círculo sin circunferencia. Pero antes le dice piense un círculo con muchos centros, con infinitos centros. Y el muchacho va y piensa. Y piensa y pensará y no voy a arruinar nada si digo que no hay respuesta o que si la hay será, ¿qué?, ¿paradójica?, no, será más que paradójica, será circular, como el texto, como el círculo sin circunferencia, como un cuerpo, ¿dónde empieza un cuerpo? en el mismo lugar que empiezan y terminan los cuentos de Murakami: en la juventud. Todo es juventud con infinitos centros, en Murakami, todo es cuerpo con borde infinito, se dice lo que se dice y se oculta lo que se oculta, porque allá viene la ola, miren venir la ola, o miren venir al mono parlante que roba identidades si se concentra mucho, pero mucho, o mejor, piensen en un disco de Charlie Parker que nunca existió o en el rostro de un amor al que nunca le confiesarían nada. Eso es Murakami, ese es su mundo: aquello donde nunca termina de suceder, como un círculo que no termina de cerrarse, porque no tiene circunferencia, como un texto que nunca termina de escribirse, porque ya está escrito desde mucho, mucho tiempo antes. Porque Murakami, en algún punto inexacto, encontró una maquinita imposible. La maquinita de las palabras justas, la maquinita que escribe sola: es inconcebible que alguien tenga, sino, la capacidad de la exactitud y también la capacidad de la belleza. Murakami es un perro y un pájaro y una máquina y es también un círculo sin circunferencia. Murakami es lo que quiera ser, porque así son los que narran.

Patricio Cerminaro

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El ladrido del tigre | Osvaldo Baigorria

Vamos a dejar para otra vez la cuestión de si los ambientes y las cosas son o no otro personaje de la ficción. Y por hoy vamos a suponer que sí, que son. Que todo lo que hay opera sobre la realidad. Y la transforma. Y que todo lo que hay es la realidad, pero sobre todo que tiene voluntad. Es la voluntad de un dios, en todo caso, si el autor es un dios. Vamos a dejar para otro día también la cuestión del autor. Hoy hablemos del río. Más que del tigre, más que del Tigre con mayúsculas, hablemos del río. No del río como cambio. Hoy no nos importa el río como cambio. Hoy nos importa el río como proceso de escritura. El texto de Baigorria como un río. Pero no como un río cualquiera. La novela como un arroyo del Delta, ¿estuvieron alguna vez en el Delta? Si estuvieron entenderán. Un fin de semana basta, un fin de semana largo mucho mejor, ¡mil veces mejor unas vacaciones! Sentarse en una terraza a ver el río crecer y decrecer, ¿según qué? Según la voluntad del autor. Concédame esa poesía: el río del delta crece cuando crece el autor. El autor se llama viento, se llama sudestada. Pero no importa eso, no importa que crezca. No importa que crezca y decrezca y menos importa si cambia o no cambia. O si nos bañamos dos veces en el mismo río. Lo que importa es qué deja y qué trae. Como un texto: un texto siempre deja y siempre trae. Así suceden las cosas en El ladrido del tigre. Con la providencia del río y con su retraimiento. Qué queda cuando baja la marea: esa es la pregunta nuclear de todo texto, de todo río.

Y lo que queda es una trama degenerada. Dice Baigorria, bien tempranito: “La pandemia me salvó de la idea loca de ponerme a escribir un policial de terror sobre estos hechos para presentar a un concurso de subgéneros…”. Pero la corriente arrastra. Arrastra el agua, siempre arrastra: la forma del agua es también la forma de las cosas que se lleva. Y aquí se lleva el terror y deja al policial desnudo. Sigue, Baigorria: “había comenzado a fantasear con esa idea a principios de la pandemia sin tener ninguna destreza ni suficientes lecturas en esos géneros/sub”. Y entonces lo que queda es esto: el policial desnudo, degenerado. El río purgó y sedimentó, barroso, el esqueleto del proyecto trunco. Y a su carne se la comieron los peces. Y su genética se mezcló con el combustible de las lanchas y con la basura de los malos vecinos. Recién cuando bajó el río, el texto: todo texto se revela recién cuando baja el río. Y entonces vemos lo que queda. Una trama degenerada. Pero también una tremenda pericia narrativa: hay destreza. Y hay también humor y poesía, sobra el humor y la poesía. Y sobran las referencias literarias. Dice el protagonista, parafraseando a Borges, mientras conversa con el misterioso Jack (el antagonista que trajo la marea): “la lengua es un sistema de citas”. Y si la lengua es el texto, tiene razón: hablaremos de Guy de Maupassant, de Perlongher, de Aira, de Gonzalo Rojas, de Busqued, de Joe Brainard y George Perec, de Bakunin y Houellebecq.

Y entonces pienso que tal vez no, que dije mal. Que me equivoqué. Que un libro no es como un río, sino como una pileta. Como una pileta que se llena a baldazos. Baldazos de río, eso sí. El autor todavía no inventó la máquina. La máquina bomba que drene el río para llenar su propia piscina. Y va y viene y viene y va. A llenar el balde. Y a volcarlo después. El balde, que es la lengua. El balde, que es un sistema de citas. El balde, que es un personaje o mejor dicho un detalle. Miles de baldes son un personaje. Y millones de baldes serán una novela. Y quizá alguna vez la pileta esté llena. O probablemente no, quizá no. Dicen que estas piletas nunca se llenan del todo. Como los ríos del Delta nunca llegan a secarse. Es en esa diferencia -lo que falta en la pileta, lo que sobra en el río- donde está la belleza. Y Baigorria la encontró. Llevándo baldecitos, de acá para allá, y de allá para acá. 

Osvaldo Baigorria presentará el libro y conversará con Lala Toutonian este jueves 11 de noviembre a las 19hs en Eterna Social Club.

Patricio Cerminaro