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¿Es sólo un libro?

Contratapa de Leo Oyola a Snuff

La segunda parte de la adaptación cinematográfica del It de Stephen King dirigida por Andy Muschietti arranca con una escena durísima: una pareja de dos pibes sufre primero las cargadas y provocaciones de los machitos del pueblo, para después cobrar una paliza iracunda. Tan brutal es la escena que, para cuando nos volvemos a encontrar con Pennywise, el macabro payaso sobrenatural es un mal menor –muchísimo menor- comparado con la banda homofóbica que acabamos de conocer. Es algo así como lo que canta Chizzo en ese clásico de clásicos de La Renga que es La balada del Diablo y la Muerte: “…y más miedo que ellos dos me daba el propio ser humano…”.
Ariel Pukacz logra eso en Snuff: una nouvelle que tiene en su ADN experiencias cinematográficas de iniciación como El proyecto de la Bruja Blair y Tesis, una cinefilia maldita como la de Ruggero Dedodato y el horror –ni más ni menos que el peor horror- que nos haya tocado vivir. Ahí donde tráiler y afiche de La última casa a la izquierda, el perturbador debut de Wes Craven, no dejaba de machacar con la advertencia/mantra para evitar desmayarse repita una y otra vez: es solo una película… es solo una película… es solo una película… es solo una película… en ciertas partes del libro de Ariel -pero sobre todo al cerrarlo- es inevitable ponerse a rezar es solo un libro… es solo un libro… es solo un libro… es solo un libro… ¿es solo un libro?

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La urdimbre del significado

Prólogo de Luis Chitarroni a Aira o Muerte

Desde que comenzó mi admiración por César Aira, hace no menos de cuarenta años, me acostumbré a leer novelas que lo tenían como protagonista o personaje. Como tuvo un momento de auge en la facultad, que no duró mucho, los detractores abundaban. Y repetían los viejos argumentos, sobre todo que escribía demasiado, que no corregía, era contagioso y agotador. Él mismo se toma a sí mismo en Embalse como héroe superlativo y delirante, y cuando tuve la suerte de viajar con César más de una vez a México, escribí yo mismo una, La busca del binturong, en la que somos protagonistas con alguien más, Michel Lafon, nuestro Michel Ardan… Ya en El carapálida, por esos ardides provenientes de buenas observaciones de Freud, vale decir por elaboración secundaria, algo hoy sin práctica observable, lo había convertido en uno de los maestros de El carapálida, algo que nadie notó. En la medida en que es necesario para un escritor prever un precursor, Aira es sin duda el más afortunado, y el más feliz en tratarlo, porque el precursor, como demuestra la copiosa y magnífica biografía de Osvaldo Lamborghini de Straface, admiraba a César con una determinación y unos dones proféticos geniales.

Cuando Daniel Mecca me dio a leer esta novela o nouvelle, confieso que me abrumó esa precedencia. Para disuadirlo, se lo dije. Y reproché que no hablara más de ciertas lecturas aireanas, como Abbott, Lear, Welch, Couve y Emar. Ahora bien, era como, y fue el argumento de Daniel Mecca, si a un encomio borgeano se le reprochara la ausencia de Fritz Mauthner, Philipp Mainländer y John Wilkins, W. H. Hudson, Eduardo Wilde y Macedonio Fernández. Temas sin duda afluentes, pero no directos ni imprescindibles. 

El libro de Daniel Mecca plantea el título sin delicadeza. Adopta una vieja consigna fanática, algo que no evitó en patria de odios asiduos convertirse en algo que no se sabe si es peor: una muletilla. Aira escribió en el año —¿86?— una novela extraordinaria que parece un desarrollo sobre un tema sin desenlace: las aventuras del aburrimiento durante unas vacaciones, Embalse. En ella llega a conclusiones que se dan como delirantes, pero que no lo son tanto en esta especie de colonia o Polonia de Jarry: los mejores jugadores de fútbol se consiguen gracias a una trata ignominiosa y nada en esta vida importa salvo el fútbol y la política. No olvidemos nunca la Polonia de Ubú de Alfred Jarry. MierdRa.

El narrador protagonista del libro de Mecca adopta una actitud digna de dos Airas que cita, La liebre y Embalse. Eso lo hace adquirir una gran energía. Una especie de energía artificial, por suerte. Como decía Aira en la contratapa de Ema la cautiva, él, César Aira, es de decisiones imaginarias rápidas. Y así es como el libro se consigna y madura sin perder juventud. A lo Gombrowicz. A lo Ferdydurke. Un espionaje de mitades que parecen no esperarse, que parecieran desesperar por no encontrarse, que es, en el fondo, el fondo mismo del espionaje, a quien poco debe ese diminuto o microscópico ejercicio que Anaïs Nin suplicó a The Doors, un espía en la casa del amor. No, el ejercicio Mecca en este caso es por un esfuerzo nobilísimo, aquel por el cual el escritor —el autor, el nombre— podría ser alcanzado a llamarse traidor, como un traductor de marras.

La política es un deporte y el fútbol todavía una bella superstición. Sobre carriles de mucha honra, a toda velocidad, Mecca parece haber presenciado todo, algo que no lo exime de escribir como lo hace. Uno supondría que quien ha presenciado la historia de veneración de Aira por su presunto maestro —Lamborghini— es el autor de libros como Embalse y La liebre. Y sin embargo la presencia no es todo y la erudición no engaña. Cierta afonía de Aira lo hace invulnerable a la musicola lamborghiniana, cierto gran estilo exento de una supersticiosa ética del lector. En Aira esa pasión del sentido lo aleja como un loco y lo acerca a ese otro gran maestro, el Roussel de Locus solus, el gran ingeniero inútil de maquinarias de un jardín imaginario cuyas ranitas de laguna son reales. Es así como Pringles se ha vuelto parte imprescindible del mapa de la imaginación literaria argentina, loado sea Guy Davenport. Y, de algún modo, Leo Strauss, quien en otros tiempos no hizo oídos sordos a leer entre líneas.

Creo que Mecca merece que nos mantengamos de pie, no para leer el libro que escribió sobre un atril, aunque tampoco padecemos neuralgias intercostales, sino porque tiene la entonación verbal segura que tal rastro asegura. “Pisa”, se impulsa con insinuación de contextura barroca. Una vez quedé tan asombrado y feliz por un Aira que encontró luego su candidatura de libro, Cecil Taylor, que aseguré a quienes me encomendaron escribir sobre él un comentario que nunca hice. No se necesita, en la mayoría de los casos, valor o coraje para renunciar a la tarea de establecer una gradación entre las cumbres borrascosas del éxito o el fracaso. De una, de golpe, o extremadamente dividido, como entre la tortuga y Aquiles.

Creer que esta naturaleza conquistadora del dropping names pertenece a la impertinencia de quien posee pocos argumentos puede ser una ignominia, u otra indigna de preterición mía.

A la par del libro Troya, aparta de mí este cáliz de Mecca (La Conjura, 2022), la paradoja viene a la rastra, como la tortuga de marras. ¿Ardió Troya? ¿Triunfó el espía?

Las eficacias hacen de veras a tientas aquello que logran con éxito.

Buenos Aires, 3 de abril de 2023.

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La frontera psíquica – Capítulo 1

Cargar con las cenizas de un muerto es una situación estresante. Y tenerlas en la mochila y trasladarlas por la ciudad, mucho más. No lo recomiendo para nada. Me siento una mula, un traficante: en la mochila tengo porro, mucho porro. No: tengo las cenizas de un muerto. El santo grial. Un millón de dólares. Conozco los códigos de los misiles rusos. Estoy en la calle. El trámite fue así: firme acá, también ahí, aquí tiene su urna, que en paz descanse. Que en paz descanse quién, pregunto para adentro y al toque me doy cuenta: los animales también descansan. Cuánta mitología. ¿Por qué les tenemos que adjudicar a ellos también nuestra religión? ¿Hasta en eso nos pasamos de rosca? Se ve que sí. Se ve que Freud, después de todo, tenía pinta de católico, creyente: que en paz descanses, Freud. Yo, mientras tanto, voy a cuidar tus restos en esta calle salvaje en la que todos son tus enemigos.

Se acerca ese hombre, me va a interpelar: entrégueme el polvo, venga conmigo. No lo hace, no lo hago. Sigo caminando. Otra señora se me acerca, ¿será agente de la KGB? ¿Aquí, en pleno barrio de Congreso? Creyó, por algún motivo, que lo de los misiles rusos era cierto. No lo era. Pura literatura. Igual que es pura literatura casi todo en esta zona de la ciudad. Veo la cúpula evidente, vigilante. Y aquí estamos nosotros, lúmpenes, caminantes desconcertados que van por Callao, ansiosas vertientes de Rivadavia y su metraje infinito hacia las vidas, vías de desarrollo de una ciudad caos. Caos como aquí. Estoy en una parada de colectivo. Ya me tomé el subte. Ahora, parado en la parada. Tengo las cenizas en una urna en la mochila. Pasan dos motoqueros, ¿ellos finalmente se llevarán a Freud? Doy media vuelta, enseño el botín. Los seduzco, es como un juego de Julián Weich, plata o mierda: ¿son dólares o las cenizas de un gato muerto lo que guarda este tipo en su mochila negra? 

Deciden no averiguarlo.

El colectivo se demora. Tengo una sensación aventurera. Jamás tomé esta línea. No conozco su color ni su frecuencia ni la calidad de sus coches ni el estilo de sus choferes. Esas son las potencias que tiene para mí la ciudad. Tal vez alguna vez podría ser más osado, más valiente, salirme más de mí mismo. Entrar a un bar, pedir una copa, pedir mil, salir a cruzar todos los barrios a pie, encontrarme con una pelea callejera, tomar partido por los que me resulten más simpáticos, sumarme al grupo, que me caguen a trompadas, despertarme en un hospital público, pedir un cigarrillo, que me lo nieguen, sobornar a una enfermera, que me denuncie, dar declaración, tratar de convencer al fiscal de que no fue nada, solo un par de trompadas, que me pregunte por la droga, que yo le diga qué droga y él me responda el polvillo. El polvishhhho. Ahí tendría que aclararle que no, que no hubo droga. Entonces él me interpela con sus ojos de lince –¡qué ágil!– y saca una bolsa ziploc con unas cenizas casi negras, marrones, y yo escucho el maullido de Freud como un eco de los tiempos… ¿El fiscal cree que yo me di un saque de gato muerto? 

Esto se desmadró demasiado rápido.

Y el colectivo que no viene.

Somos varios en la fila. Por suerte hay show. Hace unos minutos llegó una señora. Está vestida de calle. Vestida de calle como se visten de calle los que son calle. Qué curiosa es la capacidad mimética del ser humano: siempre termina pareciéndose a su entorno. Se come a su entorno o el entorno se lo come (¿estoy diciendo algo genial o solo describo la ley de la selva?). Rocosa es la piel del hombre de montaña y grises son las pieles de los oficinistas grises. Todo prolijito va aquel, que vive en un departamento de dos por dos, pero con amenities. Toda sucia está esta señora, mimética de este asfalto sucio, ruidosa como los bondis que pasan y que no son el mío, vaporosa como sus caños de escape. Suelta de la boca un pulmón gastado que parece humo. Lo suelta según el ritmo y la canción: con cada sílaba deja en el aire una parte de su cuerpo. Tiene por ropa un vestido rosa, una camiseta de manga corta que le ajusta los pliegues, lleva sandalias, un gorro de lana manchado de barro. 

Y le gusta cantar. 

Se nos paró enfrente y anunció la canción: ahora, un clásico. Se agachó presentándose. Todos los escenarios, hasta esta parada de colectivos, pueden ser el Gran Rex. Casi nadie la miró. Yo la miré, pero poquito, y pronto dejé de hacerlo. En eso también nos mimetizamos con la ciudad. La escuché, solamente, asumiendo que mil ruidos tiene la selva. Cantaba una versión libre del “Carnavalito”. Tenía sus detalles. En lugar de “llegando está el carnaval quebradeño mi cholita”, cantaba “quebradeña mi conchita”. Muy simpático. Imaginé una cordillera larga y ancha como la vulva del mundo, quebradeña, un enorme receptáculo. Y allí la clave de la fertilización del planeta Tierra: si encontrásemos algo para meterle tal vez tendríamos munditos. Tierritas bebé. Qué horror, pensé: ¿otra más como esta? 

Por suerte el colectivo me sacó de toda idea pueril.

El trámite fue rápido. O más o menos. Después de media hora de viaje, caminé lo necesario, esperé lo necesario y me fui con mi cheque (necesario). Era una plata que debería servirme para cubrir baches importantes, pero que probablemente voy a terminar gastando en cosas inútiles. 

En lugar de desandar el camino, pasar por el banco, depositar el papel en un cajero, hacer compras para la semana y decirle a Julito: Julito, ¿cómo le va? Sabe que tengo que cambiar el piso del baño, ¿me hace la gauchada?, preferí otra opción. Primero caminé varias cuadras de vuelta. Tenía la idea de pensar algunas cosas para lo que estoy escribiendo. Una novela de vampiros. Me calcé los auriculares y el izquierdo no funcionó. Pensé en comprarme unos, pero me instruí: controlate, Manuel. Pronto me aburrí. La ciudad me abruma para pensar esas cosas. Prefiero más una habitación cerrada, unas cortinas cerradas y los ojos cerrados. Es imposible pensar en otras realidades abombado por la evidencia de lo real. Todo es tan evidente por aquí. Evidente como ese olor a goma quemada que me tomó llegando, de nuevo, a Congreso. Evidente como la planta de mis pies (planos) que ya duelen: ay, el dolor, qué evidencia. Evidente también la palabra en el aire que el tachero le ofreció a ese colectivero: ¿lo afectará al hombre el agravio a su madre? Me gustaría imaginar que sí. Qué sería de mi vida en la ciudad sin esa literatura: a lo evidentemente real no queda más que hacerlo pasar por ridículo. En la misma esquina donde había esperado el bondi paré un taxi. La señora seguía con su show: ahora cantaba una de Lady Gaga. Qué contrastes los de este mundo. Y ustedes encima quieren que engendremos otros.

Nombré un cruce de avenidas y allí estuve, no sin demora. La teletransportación existe y tiene delay y son doscientos ochenta pesos, pibe. Los pagué sintiéndome estafado, pero eso no es novedad. Ya en el Village Caballito me acerqué a la boletería y pedí una entrada para “la próxima”. La chica me miró con gesto de pelotudo, elegí. Me pareció exagerado, ¡la puse en situación de cine! Ella solamente tenía que tener cierto dramatismo para que el espectador (el hombre derrotado que al lado mío sacaba entradas para él y sus dos demonios) viera en esto un momento de quiebre: deme un boleto para el próximo avión. Pero nada: me vendió un asiento lateral para una película romanticona que mi mente olvidaba conforme la veía. No me llevé nada más que un pochoclo pegado en el pantalón. Lo noté recién cuando estuve en casa. 

En el patio de comidas del local estuve tentado de una hamburguesa. Recordé el mantra (controlate, Manuel) y pedí el libro de quejas de mi cabeza: ¿por qué no me controlé de ver esa mierda? Bah, qué más da, pagué con tarjeta y entonces casi que no pagué. En algún momento se resuelve: la tarjeta de crédito es nuestro invento más firme hacia la postergación. Un día –estoy seguro– llegará una tecnología que nos permita pagar con karma. O algo así. Pongo karma porque me resulta lo más rápido y veo que se entiende, pero en todo caso que el lector lo arregle. La cosa es que vamos a poder pagar con suerte futura, suerte o mierda, vamos a poder entregar una parte de nuestro destino a costa de este helado al que no pude resistirme. Y lo vamos a pagar igual, si total falta tanto para el futuro… 

En la calle noto mi desliz y me critico fuertemente: qué imbécil, digo, mientras chupo el cucurucho. Esas gotas derritiéndose son más rápidas que yo. Y encima camino veloz porque me entra el frío de la media tarde y de las cosas frías y, ¡ah!, qué difícil. De frente se me viene gente en oleadas. Todos liberados por el semáforo de la esquina que le da rienda suelta a su deseo. Llegar, ir, volver, estar donde no queremos estar, ¿para qué? Bueno, es lógico: ¡para ir a otro lado, hombre! 

Los esquivo como puedo. 

Me siento en un videojuego, ¿acaso ellos no me ven? Se ve que no. Se ve que soy la representación gráfica del héroe de turno: cada hombrazo contra mujeres y hombres apurados resta puntos. Y, si se me cae una gota de helado, también: diez puntos menos. Dos gotas, veinte puntos. Ya perdí como mil. Es que me distraigo con los detalles precisos de esta digitalidad. Qué atento estuvo el creador de esta digitalidad y su escenario particular (barrio de Caballito). Qué detalles, los detalles. Me sorprende cada pequeña instancia en las cosas que me separan de la esquina. Me sorprende el papel de plástico tirado, doblado, pisado, justo donde debería estar. Qué atento el creador. Me sorprende también el vozarrón del hombre que vende artesanías sobre una manta. Cómo grita… ¿Qué dice? No importa. Esos son ruidos de fondo para crear ambiente. 

Qué atento, el creador. 

Me sorprende sobre todo el hombre que a un costado observa, quizá en un delirio de narrador. Not today, mi amigo: el narrador soy yo. Está echado sobre un cartón (su cartón). Detrás hay un local cerrado. Y adivino que esa ochava es como su casa. No: es su casa. ¿Qué derecho tengo –¿hombre inmobiliaria?– para repartir el uso de las propiedades privadas? Le paso por al lado, siento que invado su privacidad, ¿acaso acabo de pisar su living? Era el camino del videojuego, me defiendo, ¡quéjese con el creador! Igual que debería quejarse por esa tos. La suelta justo cuando paso y ahora soy yo el que debería quejarse, empapado. Pero no puedo hacerlo, ¿cómo lo haría? Veo su fragilidad en un punto exacto de su cuerpo. El pecho: su fragilidad. Va y viene y viene y va. Allí calienta lo que le queda de piel, es el fuelle de su cuerpo bandoneón. Lo digo (lo pienso) y me voy. Las palabras: traicioneras. Nos llevan por su trama y al llevarnos nos devuelven cosa vieja. 

Mi bisabuelo era bandoneonista. 

Era de los buenos o de los malos: qué más da. En diez mil años yo voy a ser tan futbolista como Messi. O como Messi no: Messi es época. Pero se entiende la idea: todo se equilibra al final. Igual que mi bisabuelo se equilibró en ese bronce, la única imagen que tengo de él. Era un cuadro que estaba colgado en la casa de la infancia de mi viejo. Está, digo, está colgado: todavía está. Hecho en relieve, un laburo impresionante. Se lo ve con su sonrisita y su bandoneón y un farol de fondo. Un tipo para todos los tiempos hecho de un material marrón brillante igual de eterno que él. Igual de eterna que me pareció esa tos, que todas las toses de ese hombre tos que me acompañaron hasta la esquina. Para ese entonces ya había perdido la cuenta: no supe si el videojuego lo gané o lo perdí. 

Crucé la calle.

Para volver a casa tomé el camino central del Parque Rivadavia, lo que siempre termina por ser una mala idea. Compré garrapiñadas (Manuel, controlate). Compré un libro: Manuel descontrolado. En mi defensa, desde hacía mucho quería leer los diarios de Piglia. Además, me van a servir para mis clases. Manuel, racionalizando. Se lo pedí a mi librero de siempre. No lo tenía. En su lugar me encajó El camino de Ida, una de las últimas novelas de Renzi, si no la última. El descontrol fue más bien unas cuadras más adelante: de las tres latas de cerveza que compré, dos estuvieron de más. Igual el chocolate, las salchichas rellenas de queso (asquerosas, sabré luego) y los cien mil caramelos Butter Toffees. Todo lo junté en la mochila, con Freud. Qué destino el tuyo, Freud: compartir eternidad con los inventos innecesarios del capitalismo salvaje. Ser un guardián espiritual de las compras del chino, título que igualmente no suena tan mal. Cuando saqué, de a una, las vituallas en la cocina de mi casa (recién entonces) lo noté: ¿puedo ser tan pelotudo de no haber depositado el cheque?

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Tu cruz en el cielo desierto – Carolina Sanín

A poco de iniciar el relato Carolina Sanín decide adelantar el final. “Nunca nos tocamos, ni llegamos a estar en una misma habitación, ni siquiera en la misma ciudad del mundo”.

Queda claro: no habrá encuentro entre los protagonistas de la historia de amor a distancia, entre la escritora colombiana y el poeta chileno que vive en China. Y esa decisión de spoilear el final bifurca el camino. Habrá quienes abandonen la lectura, pero el que siga se verá recompensado por las idas y vueltas de un río de palabras potente, agudo, conceptual.

Sanín facilita ese camino con una forma de narrar que seduce por el estilo y el encadenamiento de las palabras que resultan más importantes que la historia en sí.

El que se relata  en “Tu cruz en el cielos desierto” será un amor fabricado con palabras, sin tacto y sin olfato.

Es una novela, pero también es un ensayo sobre un tema del que se ha hablado y se habla todo el tiempo, reactualizado en épocas de redes sociales donde todo es más veloz y las cartas quedan claras en la primera mano.

La escritora colombiana acude a Shakespeare, a Rulfo, a Dante mientras intercala partes de los encuentros de dos protagonistas con pretensiones diferentes: ella quiere superar la virtualidad para pasar al encuentro, él está cómodo con el vínculo a distancia.

Sanín parece manejar las palabras a su antojo como si fuera un campo más maleable que el del amor, en un territorio solo reservado para los buenos escritores.

Guillermo Cerminaro

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Guillermo Martínez recomienda «La hija del criptógrafo» de Pablo De Santis

En Mesa de Luz, una personalidad destacada de la cultura recomienda un autor, un libro o sencillamente un cuento al que prestarle atención.

Guillermo Martínez

Recomiendo “La hija del criptógrafo” de Pablo De Santis. Es una de las novelas de él que más me gustó. Pablo es además un lector que particularmente escribe con epigramas. Cada tanto en sus textos aparecen, dentro de lo que es el curso de la trama, un diálogo, una escena. Es como si se elevara y se abstrayera del texto en sí, para dejar un epigrama filosófico. Y a mí me fascina particularmente, cada vez que entro en uno de sus libros, encontrar esos lugares son para subrayar, que se elevan sobre el texto y dan una especie segunda lectura filosófica y simbólica sobre lo que escribe. Es un libro que he regalado mucho, es una de las novelas de él que más me gustan.


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Claudia Aboaf recomienda «antes del fuego» de Violeta Serrano

En Mesa de Luz, una personalidad destacada de la cultura recomienda un autor, un libro o sencillamente un cuento al que prestarle atención.

Claudia Aboaf

Me gusta la literatura que tiende un puente sensible hacia mundos más complejos. Cada tanto sucede y se abre el fondo de las palabras. “antes del fuego” de Violeta Serrano: “poeta migrante de una generación perdida” devela en este libro su agitación continua. Y es puente ella misma entre España y Argentina. Estira el cuerpo, el amor y teme “que el delirio no sea suficiente”. Podría, dice, en ese imperfecto posible o, hubiese, especula, pero luego se planta en cada presente. Mantiene abierto en los poemas, un prisma de opciones para reflexionar. En la tercera y última parte “La conquista de América” quiere ponerse a los pies de la verdad: “Europa le huele a residuos”. Y hay también, en este libro pequeño de editorial Índigo, párrafos acerca de cómo mirar las pupilas de España , cómo ser parte de la derrota, ser rubia en América, blanca en Tucumán, zurda en Atacama. Recomiendo.


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Sr. y Sra. Baby – Mark Strand

“Este es el verdadero alimento de un poeta: otros poemas, no un pastel de carne”. Así dice Mark Strand en la entrevista que se publicó en las últimas páginas de Sr. y Sra. Baby. Y entonces que se sepa: un poeta come bellezas, bellezas poéticas: ¿qué come, entonces, cuando quiere escribir prosa? O en todo caso mejor, qué comió Strand para escribir este, su único libro de relatos. Tal vez algo alto en contenido ácido, tal vez algo tierno, tal vez delicadezas. Probablemente más relatos. Pero que comió, comió, porque está bien alimientado: los textos, vigorosos. Tienen la potencia y la capacidad expansiva del verso, sí, pero también tiene lo propio de la narración, esa capacidad mimética con la realidad. Y entonces los textos funcionan como una máquina, que es como todo texto debería funcionar. Se expande y se contrae, una respiración. Eso Strand lo aprendió de la poesía. Nacen y mueren: eso Strand no lo aprendió de la poesía. La poesía proyecta la eternidad y un relato, la finitud. Lo que acepta el paso del tiempo: eso es un relato. Entonces hay lugar para que un hombre se enamore cinco veces en su vida, para que un presidente de su discurso de dimisión en nombre de “la inmovilidad que habita el centro del hombre”, para que un general juegue a la guerra con soldaditos en su sótano. Pero después existirá, probablemente porque ningún autor puede escaparle a sus vicios, cierta pulsión por el infinito. Y entonces los textos de Strand, como un poema, exigen una y varias relecturas: el sentido, como en las mejores coplas, siempre viene después.

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Demoras en la General Paz

Veo una duplicación y me encantan las duplicaciones. Hablar dos veces de lo mismo. Que es lo que hace la poesía. Qué es lo que hace la poesía: hablar dos veces de lo mismo. Así que díganme ustedes si también ven una duplicación acá: Demoras en la General Paz. Más allá quizá de cualquier chascarrillo simpáticón (¿qué podría ser la General Paz sino una gran demora?), la idea: la poesía está duplicada en el título. Porque qué es la poesía sino demora y qué es la poesía sino la magna General Paz. Lo que circunvala. Lo que divide, lo que no está ni adentro ni afuera: ¿qué es la poesía sino una larga avenida donde nos sentamos a tocar bocina hasta aburrirnos?

Ahí creamos. Ahí creemos.

Es peligrosísimo, eso. Aburrirse. Estar con las manos en el volante y no tener qué hacer. Estar con los dedos en el teléfono, acompañante, y no tener ya de qué hablar. Entonces la poesía. Entonces aparece, a veces, para algunos. Para Otegui apareció. No sé si fue ahí, precisamente ahí, donde apareció (sentado, con las manos en el volante, con los dedos en el teléfono). Y de hecho no me interesa: me interesa que apareció. Y que los versos tienen el aroma del trabajo de la combustión y el aroma de un bocinazo. Y que tienen el ruido de una moto que pasa de costado y tienen el ruido del verano. Versos que están suspendidos, como la buena poesía está suspendida: el lector, el lector de poesías suspendidas, más que el auto en la General Paz es el asfalto de la General Paz. El que tiene que tener mil autos encima para entenderlos. El que tiene que sentir el tatuaje de las ruedas, constante, quietísimo, para figurarse qué es una rueda. Nosotros, los lectores, somos brea y arena que no tienen idea de nada más que de brea y arena. El resto del mundo, los autos por ejemplo, que son como versos o mejor como rimas, es un gran misterio al que accedemos por la repetición. Un auto atrás de otro atrás de otro atrás de otro. Como los poemas de Otegui: uno atrás de otro forman una gran escudería. Una tradición con tracción a petróleo, petróleo que ya pronto seremos: ¿nuestros huesos acaso no tienen la potencia química de los dinosaurios? 

Así que versos como versos prehistóricos, desenterrados: Demoras en la General Paz propone un mundo tracción a verso que nunca puede avanzar. Y que está bien que no avance. Lo bello del movimiento mecánico de los autos es esto: no la máxima velocidad, sino la cadencia. Que el mundo no esté hecho de luces y flashes, sino del detalle, aquel detalle al costado del camino que solo podemos ver avanzando a dos por hora. Eso es la poesía: avanzar a dos por hora, demorados.

Patricio Cerminaro

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Un beso de Dick – Fernando Molano Vargas

Veo más complicaciones en la construcción de una ternura que de un amor. Cómo se postula una caricia, cómo acaricia una palabra: veo más dificultades en la producción de sutilezas que en lo descarado de lo waso, del desborde. Molano Vargas lo logra. Logra que veamos las mejillas sonrojadas sin tener que describirlas. Logra ver la gota de sudor que Felipe nunca larga cuando ve a Leonardo, porque eso es escribir: incompletar. Dejar librado, incluso librado al azar: el lector es un gran azar. Y en todo caso escribir es teledirigir: encapsular ternuras en guiones de diálogos. Molano Vargas lo logra. Que la gran conversación (porque Un beso de Dick es, más que nada, una gran conversación) fluya como fluiría, por ejemplo, el aire entre ellos dos. Que haya aire y que haya ellos dos y que haya capacidad para el fluir: con grandes recursos estéticos (narrativos, sí, conceptuales, sí, pero sobre todo estéticos) vemos, guiados por su mano invisible, una historia de ternuras que se construye sin terminar de construirse.

Porque eso es después de todo entrelazar los dedos. Como una novela se entrelaza con su lector. Como Felipe y Leonardo se entrelazan. Como nos entrelazamos vos y yo, ahora. Estar en un contacto latente: rozaduras que bien podrían separarse al mínimo desencuentro, porque todo contacto es condicional. Salvo estos, los incondicionales: los primeros amores. Los que quisieran agarrar fuerte (fuerte, pero fuerte fuerte) al otro para no soltarlo jamás. Así como los amores de verano, o los amores escolares que son como largos amores de veranos. Así como dice Felipe: “Me da risa: porque andamos tan prometedores que nos hemos prometido querernos hasta que la muerte nos separe: con eso tenemos asegurado querernos, por lo menos, hasta salir del colegio”. Porque es así: la gran novela de los amores adolescentes la escribió Molano Vargas en los 90 colombianos. Y se perdió como se pierden las cosas importantes. Enterrada por el tiempo. Dice bien al principio: “Cuando alguien se muere lo primero que hacen es enterrarlo. Pero no como se entierran los tesoros”. Y es verdad. Pero también puede pasar que la oscuridad transforme lúmpenes en faraones, que los dinosaurios se vuelvan pilar de las economías nacionales: puede pasar que un texto sea enterrado como las semillas libres a las que se las lleva el viento. Y que por gracia de un zapato que la entierra en el lugar indicado, de una tierra fértil, de una lluvia, florezcan: como las ternuras, como los besos. A veces simplemente sucede.

Patricio Cerminaro