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La urdimbre del significado

Prólogo de Luis Chitarroni a Aira o Muerte

Desde que comenzó mi admiración por César Aira, hace no menos de cuarenta años, me acostumbré a leer novelas que lo tenían como protagonista o personaje. Como tuvo un momento de auge en la facultad, que no duró mucho, los detractores abundaban. Y repetían los viejos argumentos, sobre todo que escribía demasiado, que no corregía, era contagioso y agotador. Él mismo se toma a sí mismo en Embalse como héroe superlativo y delirante, y cuando tuve la suerte de viajar con César más de una vez a México, escribí yo mismo una, La busca del binturong, en la que somos protagonistas con alguien más, Michel Lafon, nuestro Michel Ardan… Ya en El carapálida, por esos ardides provenientes de buenas observaciones de Freud, vale decir por elaboración secundaria, algo hoy sin práctica observable, lo había convertido en uno de los maestros de El carapálida, algo que nadie notó. En la medida en que es necesario para un escritor prever un precursor, Aira es sin duda el más afortunado, y el más feliz en tratarlo, porque el precursor, como demuestra la copiosa y magnífica biografía de Osvaldo Lamborghini de Straface, admiraba a César con una determinación y unos dones proféticos geniales.

Cuando Daniel Mecca me dio a leer esta novela o nouvelle, confieso que me abrumó esa precedencia. Para disuadirlo, se lo dije. Y reproché que no hablara más de ciertas lecturas aireanas, como Abbott, Lear, Welch, Couve y Emar. Ahora bien, era como, y fue el argumento de Daniel Mecca, si a un encomio borgeano se le reprochara la ausencia de Fritz Mauthner, Philipp Mainländer y John Wilkins, W. H. Hudson, Eduardo Wilde y Macedonio Fernández. Temas sin duda afluentes, pero no directos ni imprescindibles. 

El libro de Daniel Mecca plantea el título sin delicadeza. Adopta una vieja consigna fanática, algo que no evitó en patria de odios asiduos convertirse en algo que no se sabe si es peor: una muletilla. Aira escribió en el año —¿86?— una novela extraordinaria que parece un desarrollo sobre un tema sin desenlace: las aventuras del aburrimiento durante unas vacaciones, Embalse. En ella llega a conclusiones que se dan como delirantes, pero que no lo son tanto en esta especie de colonia o Polonia de Jarry: los mejores jugadores de fútbol se consiguen gracias a una trata ignominiosa y nada en esta vida importa salvo el fútbol y la política. No olvidemos nunca la Polonia de Ubú de Alfred Jarry. MierdRa.

El narrador protagonista del libro de Mecca adopta una actitud digna de dos Airas que cita, La liebre y Embalse. Eso lo hace adquirir una gran energía. Una especie de energía artificial, por suerte. Como decía Aira en la contratapa de Ema la cautiva, él, César Aira, es de decisiones imaginarias rápidas. Y así es como el libro se consigna y madura sin perder juventud. A lo Gombrowicz. A lo Ferdydurke. Un espionaje de mitades que parecen no esperarse, que parecieran desesperar por no encontrarse, que es, en el fondo, el fondo mismo del espionaje, a quien poco debe ese diminuto o microscópico ejercicio que Anaïs Nin suplicó a The Doors, un espía en la casa del amor. No, el ejercicio Mecca en este caso es por un esfuerzo nobilísimo, aquel por el cual el escritor —el autor, el nombre— podría ser alcanzado a llamarse traidor, como un traductor de marras.

La política es un deporte y el fútbol todavía una bella superstición. Sobre carriles de mucha honra, a toda velocidad, Mecca parece haber presenciado todo, algo que no lo exime de escribir como lo hace. Uno supondría que quien ha presenciado la historia de veneración de Aira por su presunto maestro —Lamborghini— es el autor de libros como Embalse y La liebre. Y sin embargo la presencia no es todo y la erudición no engaña. Cierta afonía de Aira lo hace invulnerable a la musicola lamborghiniana, cierto gran estilo exento de una supersticiosa ética del lector. En Aira esa pasión del sentido lo aleja como un loco y lo acerca a ese otro gran maestro, el Roussel de Locus solus, el gran ingeniero inútil de maquinarias de un jardín imaginario cuyas ranitas de laguna son reales. Es así como Pringles se ha vuelto parte imprescindible del mapa de la imaginación literaria argentina, loado sea Guy Davenport. Y, de algún modo, Leo Strauss, quien en otros tiempos no hizo oídos sordos a leer entre líneas.

Creo que Mecca merece que nos mantengamos de pie, no para leer el libro que escribió sobre un atril, aunque tampoco padecemos neuralgias intercostales, sino porque tiene la entonación verbal segura que tal rastro asegura. “Pisa”, se impulsa con insinuación de contextura barroca. Una vez quedé tan asombrado y feliz por un Aira que encontró luego su candidatura de libro, Cecil Taylor, que aseguré a quienes me encomendaron escribir sobre él un comentario que nunca hice. No se necesita, en la mayoría de los casos, valor o coraje para renunciar a la tarea de establecer una gradación entre las cumbres borrascosas del éxito o el fracaso. De una, de golpe, o extremadamente dividido, como entre la tortuga y Aquiles.

Creer que esta naturaleza conquistadora del dropping names pertenece a la impertinencia de quien posee pocos argumentos puede ser una ignominia, u otra indigna de preterición mía.

A la par del libro Troya, aparta de mí este cáliz de Mecca (La Conjura, 2022), la paradoja viene a la rastra, como la tortuga de marras. ¿Ardió Troya? ¿Triunfó el espía?

Las eficacias hacen de veras a tientas aquello que logran con éxito.

Buenos Aires, 3 de abril de 2023.

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