Publicado el Deja un comentario

Guillermo Martínez recomienda «La hija del criptógrafo» de Pablo De Santis

En Mesa de Luz, una personalidad destacada de la cultura recomienda un autor, un libro o sencillamente un cuento al que prestarle atención.

Guillermo Martínez

Recomiendo “La hija del criptógrafo” de Pablo De Santis. Es una de las novelas de él que más me gustó. Pablo es además un lector que particularmente escribe con epigramas. Cada tanto en sus textos aparecen, dentro de lo que es el curso de la trama, un diálogo, una escena. Es como si se elevara y se abstrayera del texto en sí, para dejar un epigrama filosófico. Y a mí me fascina particularmente, cada vez que entro en uno de sus libros, encontrar esos lugares son para subrayar, que se elevan sobre el texto y dan una especie segunda lectura filosófica y simbólica sobre lo que escribe. Es un libro que he regalado mucho, es una de las novelas de él que más me gustan.


Publicado el Deja un comentario

Claudia Aboaf recomienda «antes del fuego» de Violeta Serrano

En Mesa de Luz, una personalidad destacada de la cultura recomienda un autor, un libro o sencillamente un cuento al que prestarle atención.

Claudia Aboaf

Me gusta la literatura que tiende un puente sensible hacia mundos más complejos. Cada tanto sucede y se abre el fondo de las palabras. “antes del fuego” de Violeta Serrano: “poeta migrante de una generación perdida” devela en este libro su agitación continua. Y es puente ella misma entre España y Argentina. Estira el cuerpo, el amor y teme “que el delirio no sea suficiente”. Podría, dice, en ese imperfecto posible o, hubiese, especula, pero luego se planta en cada presente. Mantiene abierto en los poemas, un prisma de opciones para reflexionar. En la tercera y última parte “La conquista de América” quiere ponerse a los pies de la verdad: “Europa le huele a residuos”. Y hay también, en este libro pequeño de editorial Índigo, párrafos acerca de cómo mirar las pupilas de España , cómo ser parte de la derrota, ser rubia en América, blanca en Tucumán, zurda en Atacama. Recomiendo.


Publicado el Deja un comentario

Gloria Peirano recomienda leer a Anne Carson

En Mesa de Luz, una personalidad destacada de la cultura recomienda un autor, un libro o sencillamente un cuento al que prestarle atención.

Gloria Peirano

Anne Carson combina la enseñanza de asignaturas clásicas con la escritura de poesía y de ensayo. En la solapa de sus libros, por contrato, se lee, como toda información: escribo y enseño griego. Considerada una de las poetas más relevantes en lengua inglesa, su voz sigue siendo tan original y perturbadora como en su primer libro. “La poesía es el espacio entre dos realidades”, dice, en una entrevista. “No sé mucho sobre géneros”, agrega, “esta es mi forma de pensar sobre este asunto: ¿qué pasaría si pudiera encontrar una manera de borrar la preparación, es decir, si fuera capaz de volver a la idea de antes de la idea, de extraer la forma verdadera de un pensamiento mientras aún está húmedo. Eso es lo más cercano que entiendo a la poesía. Para mí es un espacio, una pausa entre género y género, entre palabra e imagen, entre pensamiento y movimiento. Es como ese ciervo que no estás segura de haber visto al atardecer. Solo ha estado ahí un segundo y simplemente se fue”. De esto nos habla Anne Carson: de lo que está ahí un instante y simplemente se va. Tiene su rostro y su voz de poeta vuelto hacia los griegos y los latinos, la tradición helenística, sí, y es tal vez por eso que su escritura afilada, feroz, sutil es capaz de volver a la idea antes de la idea, a las preguntas antes de las preguntas, exactamente como eso que se equilibra entre fantasma y aparición. Una intensidad hipnótica, como dice Susan Sontag sobre la obra de Anne Carson: lo mismo me ocurre a mí. Recomiendo especialmente Eros el dulce amargo (1986), La belleza del marido (2001), El ensayo de cristal (2015), Tipos de agua (2018).


Gloria Peirano es escritora y docente universitaria


Publicado el Deja un comentario

Federico Jeanmaire recomienda El ejercicio de perder, de Haidu Kowski

En Mesa de Luz, una personalidad destacada de la cultura recomienda un autor, un libro o sencillamente un cuento al que prestarle atención.

Federico Jeanmarie

Les recomiendo “El ejercicio de perder” de Haidu Kowski. Es un narrador tremendo. No hay ningún espacio para el relax. En cada página pasan más cosas, más cosas, más cosas y uno se pregunta de dónde saca tantas cosas para que pasen. Es un libro ágil y que uno se lo come de un tirón.


Federico Jeanmaire es un escritor argentino, autor de libros como Miguel (1990), Mitre (1998) y Wërra (2020)


Publicado el Deja un comentario

Martín Kohan recomienda leer a Gustavo Ferreyra y a Juan José Becerra

En Mesa de Luz, una personalidad destacada de la cultura recomienda un autor, un libro o sencillamente un cuento al que prestarle atención.

Martín Kohan

Voy a mencionar dos autores que me gustan mucho y disfruto mucho haberlos leído. Si alguien quiere tomar eso como recomendación y leerlo me parece muy bien. Son dos de los tantos escritores que leo, que aprecio y que admiro. Tiendo a subrayar, si hay que ser breves, a Gustavo Ferreyra y a Juan José Becerra. Todos los libros de Ferreyra son buenísimos. Hay uno que para mí ya tiene estatura de clásico que se llama “La familia”.  De Becerra, que además es de Boca, lo mismo, todos sus libros son extraordinarios. De todos, hay uno que para mí también tiene estatura de clásico y que se llama “El espectáculo del tiempo”.


Martín Kohan es docente y escritor, autor de libros como Ciencias Morales, Cuerpo a tierra y Me acuerdo


Publicado el Deja un comentario

Sylvia Iparraguirre recomienda el prólogo de Música para camaleones

En Mesa de Luz, una personalidad destacada de la cultura recomienda un autor, un libro o sencillamente un cuento al que prestarle atención.

Sylvia Iparraguirre

En realidad se trata de un prólogo más que de un libro. “Música para camaleones” de Truman Capote, autor de una novela impresionante como es “A Sangre Fría”, que seguramente todos conocen. En particular, este prólogo tiene la virtud de hacerte reflexionar sobre el acto de escribir.

Es decir, si estás queriendo escribir, si sos escritor, si empezaste a escribir, lee el prólogo de “Música para camaleones”. Todos los escritores lo tenemos, no les digo como enmarcado en un cuadrito, pero tenemos muy a mano lo que cuenta él ahí de su historia y de cuando empezó a escribir.

Truman dice que cuando te dan un don, te dan un látigo. Eso quiere decir que no podés escribir cualquier cosa, ni lo que se te ocurra, ni que todo es potable. Tenés que revisar muy bien, ser muy consciente de la corrección, de lo que querés decir, porque escribir es un compromiso muy serio.

Es decir si te dedicas a escribir que sea serio, porque si no, no vale la pena perder tiempo ahí, dedicate a otra cosa. Eso es más o menos lo que dice Truman en el prólogo.


Sylvia Iparraguirre es escritora, autora de libros como El Parque, La Tierra del Fuego y En el invierno de las ciudades, entre otros.


Prólogo de Música para camaleones

Mi vida —como artista, por lo menos— puede ser proyectada en un gráfico con la misma precisión que una fiebre, registrándose altos y bajos, ciclos específicamente definidos.
Comencé a escribir a los ocho años, inesperadamente, sin la inspiración de un modelo. No conocía a nadie que escribiera. En realidad, apenas si conocía a alguien que leyera. El hecho era que sólo cuatro cosas me interesaban: leer, ir al cine, zapatear y dibujar. Luego, un día, empecé a escribir, sin saber que me había encadenado, de por vida, a un amo noble pero despiadado. Cuando Dios nos ofrece un don, al mismo tiempo nos entrega un látigo, y éste sólo tiene por finalidad la autoflagelación.
Pero, naturalmente, yo no lo sabía. Yo escribía historias de aventuras, novelas policiales, escenas cómicas, cuentos que me habían narrado ex esclavos y veteranos de la Guerra Civil. Me divertía muchísimo, al principio. Dejé de divertirme cuando descubrí la diferencia entre escribir bien y mal, y luego hice un descubrimiento más alarmante aun: la diferencia entre escribir muy bien y el verdadero arte. Una diferencia sutil, pero feroz. Después de eso, cayó el látigo.
Así como algunas personas practican el piano o el violín cuatro y cinco horas diarias, yo practicaba con mis lapiceras y papeles. Sin embargo, no mostraba a nadie lo que hacía. Si alguien me preguntaba en qué estaba ocupado todo ese tiempo, les decía que con mis tareas escolares. En realidad, nunca hacía tareas escolares. Las literarias me mantenían totalmente ocupado: se trataba de mi aprendizaje en el altar de la técnica, del oficio, de las endiabladas complicaciones de la división en párrafos, la puntuación, el empleo del diálogo, para no mencionar el gran diseño total, el gran arco que exige comienzo, medio y final. Había que aprender, y de tantas fuentes: no sólo de los libros, sino de la música, de la pintura, de la mera observación cotidiana.
En realidad, lo más interesante que escribí en ese tiempo fueron las simples observaciones cotidianas que asentaba en mi diario. Descripciones de un vecino. Largas transcripciones literales de conversaciones oídas. Chismes locales. Un tipo de reportaje, un estilo de “ver” y “oír” que más adelante influiría seriamente en mí, aunque entonces no me daba cuenta, pues todo lo “formal” que escribía, lo que pulía y pasaba cuidadosamente a máquina, era más o menos ficticio.
Ya a los diecisiete años era un escritor consumado. De ser pianista, ése hubiera sido el momento propicio para el primer concierto en público. Siendo escritor, decidí que era el momento de publicar. Envié cuentos a las principales publicaciones literarias, y a las revistas de distribución nacional, que en aquellos días publicaban los cuentos de mayor “calidad”, como Story, The New Yorker, Harper’s Bazaar, Mademoiselle, Harper’s, Atlantic Monthly.Mis cuentos aparecieron, puntualmente, en las mismas.
Luego, en 1948, publiqué una novela: Otras voces, otros ámbitos. Fue bien recibida por la crítica, y resultó un best seller. También, debido a una exótica fotografía de su autor en la contratapa, fue el comienzo de una cierta notoriedad que me ha perseguido todos estos años. En realidad, muchas personas han atribuido el éxito comercial de la novela a la foto. Otros restaron importancia al libro, como si se tratara de un extraño accidente: “Sorprendente que alguien tan joven pueda escribir tan bien”. ¿Sorprendente? ¡Sólo hacía catorce años que escribía, día tras día! En general, la novela fue una conclusión satisfactoria del primer ciclo de mi desarrollo.
Una novela corta, Desayuno en Tiffany’s, concluyó el segundo ciclo en 1958. Durante los diez años intermedios, experimenté con casi todos los estilos y formas literarios, intentando dominar una variedad de técnicas, lograr un virtuosismo tan fuerte y flexible como la red de un pescador. Por supuesto, fracasé en varias de las áreas que ensayé, pero es verdad que uno aprende más del fracaso que del éxito. Así fue en mi caso, y más adelante pude aplicar con gran provecho lo que aprendí. De todos modos, durante esa década de exploración escribí colecciones de cuentos cortos (Un árbol nocturno, Recuerdo de Navidad), ensayos y retratos (Color local, Observaciones, la obra contenida en Los perros ladran), obras de teatro (El arpa de hierba, Casa de flores), libretos para películas (Beat the Devil, The Innocents), y una enormidad de reportajes reales, la mayoría para The New Yorker.
En realidad, desde el punto de vista de mi destino creativo, lo más interesante que hice durante toda esta segunda fase apareció primero enThe New Yorker como una serie de artículos, y posteriormente en un libro titulado Se oyen las musas. El tema era el primer intercambio cultural entre la Unión Soviética y los Estados Unidos: una gira hecha por Rusia, en 1955, por una serie de negros norteamericanos que representaban Porgy and Bess.Concebí toda la aventura como una breve novela cómica “verídica”, la primera de todas.
Unos años antes, Lillian Ross había publicado Picture, su historia de la filmación de una película, The Red Badge of Courage. Con sus rápidos cortes, las escenas retrospectivas o anticipatorias, era, en sí, como una película, y mientras la leía me preguntaba qué pasaría si la autora abandonara su dura disciplina lineal de reportaje directo y tratara el material como si fuera una novela: ¿ganaría, o perdería el libro? Decidí ver qué pasaba, cuando se me presentara el tema apropiado. Porgy and Bess en Rusia, en pleno invierno, me pareció apropiado.
Se oyen las musas recibió críticas excelentes; incluso fue elogiada por medios generalmente poco benévolos conmigo. Aun así, no llamó especialmente la atención, y las ventas fueron moderadas. Sin embargo, el libro fue un acontecimiento importante para mí: mientras lo escribía, me di cuenta de que podía haber hallado solución a lo que siempre había sido mi mayor dilema creativo.
Desde hacía muchos años me sentía atraído hacia el periodismo como una forma de arte en sí mismo, por dos razones: primero, porque me parecía que nada verdaderamente innovador se había producido en la prosa, o en la literatura en general, desde la década de 1920, y segundo porque el periodismo como arte era casi terreno virgen, por la sencilla razón de que muy pocos escritores se dedicaban al periodismo y, cuando lo hacían, escribían ensayos de viaje o autobiografías. Se oyen las musas me hizo pensar de una manera totalmente distinta. Yo quería escribir una novela periodística, algo en mayor escala que tuviera la verosimilitud de los hechos reales, la cualidad de inmediato de una película cinematográfica, la profundidad y libertad de la prosa y la precisión de la poesía.
Sólo en 1959 un misterioso instinto dirigió mis pasos hacia el tema —un oscuro caso de asesinato en una región aislada de Kansas— y finalmente, en 1966, pude publicar el resultado: A sangre fría.
En un cuento de Henry James, creo que The Middle Years, el protagonista, que es un escritor en las sombras de la madurez, se lamenta: “Vivimos en la oscuridad, hacemos lo que podemos; el resto es la locura del arte”. Dice esto, más o menos. De todos modos, James habla con toda franqueza, nos dice la verdad. Lo más oscuro de la oscuridad, lo peor de la locura, es el inexorable riesgo que entraña. Los escritores, al menos los que están dispuestos a correr verdaderos riesgos, los que se aventuran a todo, tienen mucho en común con otra raza de solitarios: los que se ganan la vida jugando al billar y a los naipes. Muchos pensaron que estaba loco al pasar seis años recorriendo las llanuras de Kansas; otros rechazaron mi concepción de la “novela verídica”, decretándola indigna de un escritor “serio”. Norman Mailer la describió como “un fracaso de la imaginación”, queriendo decir, supongo, que un novelista debería escribir sobre algo imaginario y no sobre algo real.
Sí, fue como jugar al póker con apuestas altísimas. Durante seis largos años, en que sentí los nervios desquiciados, no supe si tenía o no un libro. Fueron largos veranos y helados inviernos, pero yo seguía firme ante la mesa de juego, jugando la mano lo mejor posible. Luego, resultó que sí tenía un libro. Varios críticos se quejaron de que “la novela no ficticia” era un término para llamar la atención, un fraude, y que no había nada de nuevo ni original en lo que yo había hecho. Otros, sin embargo, opinaron de manera distinta. Se dieron cuenta del valor de mi experimento y pronto lo pusieron en práctica. Nadie fue más rápido que Norman Mailer, que ganó mucho dinero y obtuvo muchos premios con sus novelas no ficticias (Los Ejércitos de la noche, Of a Fire on the Moon, La Canción del Verdugo), si bien ha tenido mucho cuidado en no describirlas nunca como “novelas verídicas”. No importa: es un buen escritor y un gran tipo, y estoy agradecido por haber podido hacerle un pequeño favor.
La zigzagueante línea en el gráfico de mi reputación como escritor alcanzó una altura saludable, y allí la dejé un tiempo antes de pasar a mi cuarto ciclo, que supongo será el último. Durante cuatro años, aproximadamente entre 1968 y 1972, me dediqué a leer, seleccionar, corregir y clasificar mis propias cartas, las de otras personas, mis diarios (que contienen descripciones detalladas de cientos de escenas y conversaciones) correspondientes al período 1943-1965.Tenía la intención de utilizar gran parte de ese material en un libro que planeaba desde hacía años: una variante de la novela verídica. Lo titulé Answered Prayers (Plegarias escuchadas), que es una cita de Santa Teresa, quien dijo: “Se derraman más lágrimas por plegarias escuchadas que no escuchadas”. Comencé a trabajar en este libro en 1972, escribiendo primero el último capítulo (siempre es bueno saber adónde va uno). Luego escribí el primero, “Monstruos no malcriados”, después el quinto, “Un severo insulto al cerebro”, a continuación el séptimo, “La côte basque”. Proseguí de esta forma, escribiendo distintos capítulos fuera de secuencia. Pude hacerlo porque el argumento —o argumentos, más bien— era verídico, y todos los personajes, reales. No era difícil recordarlo todo, pues no había inventado nada. Sin embargo, no fue mi intención escribir un roman à clef, ese género en que los hechos se disfrazan de ficción. Mis intenciones eran lo opuesto: quitar los disfraces, no fabricarlos.
En 1975 y 1976 publiqué cuatro capítulos del libro en la revista Esquire. Esto causó enojo en ciertos círculos, en los que se tuvo la sensación de que yo estaba traicionando confidencias, maltratando a amigos y/o a enemigos. No quiero discutir esto; se trata de política social y no de mérito artístico. Diré solamente que todo lo que tiene el escritor para trabajar es el material que ha reunido como resultado de su propio esfuerzo y de sus observaciones, y no se le puede negar el derecho de usarlo. Se podrá condenar su uso, pero no negárselo.
No obstante, interrumpí Answered Prayers en septiembre de 1977, hecho que nada tuvo que ver con la reacción pública recibida por las partes ya publicadas. La interrupción se debió a que yo estaba pasando un momento terrible: atravesaba una crisis creativa y personal al mismo tiempo. Como la faz personal no estaba relacionada, excepto muy tangencialmente, con la creativa, sólo es necesario referirme al caos creativo.
A pesar de que fue un verdadero tormento, ahora me alegro de que haya ocurrido. Después de todo, alteró mi concepción total de la literatura, mi actitud hacia el arte, la vida, el equilibrio entre ambos y mi comprensión de la diferencia entre lo verdadero y lo realmente verdadero.
Por empezar, creo que la mayoría de los escritores, incluso los mejores, recargan las tintas. Yo prefiero aligerarlas, usar un estilo simple y cristalino como un arroyo de campo. Descubrí que mi estilo se volvía demasiado denso, que me llevaba tres páginas conseguir efectos que debería lograr en un solo párrafo. Volví a leer y a releer todo lo que había escrito en Answered Prayers, y empecé a tener dudas, no acerca del material o de mi enfoque, sino de la textura del estilo. Releí A sangre fría y tuve la misma reacción: en muchas partes el estilo no era tan bueno como debería ser, y no liberaba todo el potencial. Lentamente, con una alarma que iba en aumento, volví a leer cada palabra publicada en mi vida, y llegué a la conclusión de que nunca, ni una sola vez en mi carrera de escritor, había explotado toda la energía ni toda la excitación estética contenidas en el material. Me di cuenta de que, hasta en las mejores partes, trabajaba con la mitad, e incluso un tercio, de las posibilidades que tenía. ¿Por qué?
La respuesta, que me fue revelada después de meses de meditación, era sencilla pero no muy satisfactoria. No hizo nada, por cierto, para disminuir mi depresión. Por el contrario, la empeoró. La respuesta creaba un problema aparentemente insoluble y, si no podía solucionarlo, mejor era dejar de escribir. El problema era el siguiente: ¿cómo puede un escritor combinar con buen resultado dentro de una sola forma —digamos el cuento— todo lo que sabe de todas las otras formas literarias? Pues a esto se debía el que mi obra estuviera, a menudo, iluminada insuficientemente: el voltaje existía, pero al restringirme a las técnicas de la forma en la que escribía en ese momento, no utilizaba todo lo que sabía del arte de escribir, todo lo que había aprendido de libretos, obras de teatro, reportajes, poesías, cuentos,nouvelles, novelas. Un escritor debía tener a su disposición, sobre su paleta, todos los colores, todas las habilidades para poderlos combinar y, cuando fuera apropiado, aplicar simultáneamente. La pregunta era: ¿cómo?
Retomé Answered Prayers. Descarté un capítulo y volví a escribir otros dos. Mejor, decididamente, mucho mejor. Pero la verdad era que debía volver al jardín de infantes. Allí estaba, otra vez, frente a una mesa de juego, aunque excitado, pues me sentía iluminado por un sol invisible. Aun así, mis primeros experimentos fueron torpes. Me veía como a un niño con una caja de lápices de colores.
Desde el punto de vista técnico, la mayor dificultad que tuve al escribir A sangre fría fue no participar. Por lo general, el periodista tiene que entrar en la obra como personaje, como observador testigo, si es que quiere mantener el libro dentro del plano de lo verosímil. Yo sentía que era esencial, para el tono aparentemente objetivo del libro, que el autor permaneciera ausente. En realidad, en todos mis reportajes, siempre intenté mantenerme lo más invisible que fuera posible.
Ahora, sin embargo, me coloqué en el centro del escenario y empecé a reconstruir, de una manera severa y mínima, conversaciones cotidianas con personas comunes: el encargado de mi edificio, un masajista en el gimnasio, un viejo compañero de escuela, mi dentista. Después de escribir cientos de páginas sencillas, llegué a conseguir un estilo. Había descubierto un marco dentro del cual podía asimilar todo lo que sabía del arte de escribir.
Más tarde, utilizando una versión modificada de esta técnica, escribí una nouvelle verídica (Féretros tallados a mano) y una cantidad de cuentos. El resultado es el presente volumen, Música para camaleones.

¿Cómo ha afectado todo esto al resto de mi obra en preparación, Answered Prayers? Considerablemente. Mientras tanto, heme aquí solo, sumido en mi oscura locura, completamente solo con mi mazo de naipes y, por supuesto, con el látigo que Dios me dio.

Publicado el Deja un comentario

Enzo Maqueira recomienda Lo que me hizo Fernández

En Mesa de Luz, una personalidad destacada de la cultura recomienda un autor, un libro o sencillamente un cuento al que prestarle atención.

Enzo Maqueira

Les voy a sugerir una primera novela de una autora argentina contemporánea que se llama María Staudenmann, cuyo libro se titula “Lo que me hizo Fernández”.

Es una historia de pasión desenfrenada, histeriqueo hasta el final, hasta las últimas consecuencias, hasta el dolor de los genitales de una mujer en sus cincuenta y en su menopausia, con un poeta medio maldito del under, de la poesía del conurbano de treintas.

Una novela muy ágil, muy profunda y al mismo tiempo muy divertida que nos muestra un poco el deseo femenino y el histeriqueo masculino. Me parece  que es algo muy de estos tiempos.


Enzo Maqueira publicó las novelas Electrónica y Hágase usted mismo. También colabora en las revistas Anfibia, Vice y Viva.

Publicado el Deja un comentario

Walter Lezcano recomienda 2666 y La novela luminosa

En Mesa de Luz, una personalidad destacada de la cultura recomienda un autor, un libro o sencillamente un cuento al que prestarle atención.

Walter Lezcano

Me gustan dos seres humanos absolutamente extraterrestres que son Mario Levrero y Roberto Bolaño. No me gusta mucho la palabra recomendar, pero digámoslo en esta forma: yo no soy religioso, pero si me adhiero a una religión firmaría sobre estos dos libros: 2666 de Roberto Bolaño y La Novela Luminosa de Mario Levrero. Si existiese alguna religión que tuviese estos dos libros como biblia, yo me anoto. Si me decís para entrar acá hay que leer estos dos libros y seguir sus enseñanzas yo voy. Soy muy fan. Los releí y son muy largos. Son como objetos extraños dentro de la literatura latinoamericana, o sea son libros que escapan a su país. A Uruguay, en el caso de Levrero y a Chile, o a España donde escribió Bolaño 2666. Escapan a su zona de creación para irradiar a todo un continente, a Latinoamérica. Resignifican también la idea de género novela, qué es una novela a partir de ellos. Se vuelve a poner en tensión la idea de género. También se puede repensar la novela latinoamericana del siglo XXI, desde, no sé, Rayuela, a cualquier novela grosa que te imagines. Novelas por decirle un nombre, porque uno se pone a leer y dice qué mierda es eso.  Estos libros resignifican o ponen en cuestión palabras habituales y por eso también creo que son seres y novelas monstruosas, únicas en su especie.


Walter Lezcano es escritor, poeta, periodista y profesor de literatura.

Publicado el Deja un comentario

Andrea Prodan recomienda leer La penúltima verdad de Philip K. Dick

En Mesa de Luz, una personalidad destacada de la cultura recomienda un autor, un libro o sencillamente un cuento al que prestarle atención.

Andrea Prodan

Acabo de terminar un libro realmente impresionante. Me tiene entusiasmado casi como cuando escuchaba un gran disco cuando tenía 17 años, en la época de los altos discos. Es algo parecido. “La penúltima verdad”, “The Penultimate Truth”, de Philip K. Dick, autor que yo igual adoro, pero este libro me sorprendió. Diría que es como una obra maestra, medio escondida en su panorama de literatura: es muy grosa.

Hoy en día el papel de filósofo ha sido completamente explotado, dinamitado por la historia misma. En este caos de mil voces hablando al mismo tiempo, nos agarramos de los visionarios: H.G. Wells con La máquina del tiempo, Julio Verne con sus viajes a la  luna o interplanetarios, Borges mismo y unos pocos otros. Y después está Philip K. Dick, que en apariencia es un escritor marginal académicamente. Un escritor popular, con tipos comunes como protagonistas en gran parte, pero anclados a un mundo complejo de tensiones tecno espirituales, de angustias antiguas en salsa moderna, futurística.  Los grandes libros conocidos de su enorme panorama literario, de tantas novelas y cuentos breves: ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, que fue después la película Blade Runner, aunque obviamente la película es muy relativa al lado del libro, Ubik, El hombre en el Castillo… Yo propongo “La penúltima verdad”, un libro que ha sido, me parece, demasiado perdido en su gigantesca producción. Un libro del año 1964, que yo leí la semana pasada o esta semana prácticamente y no podía creer lo impresionantemente actual que es hasta en su tecnología, en sus interrelaciones humanas, no sé, realmente da casi miedo. Contiene una parábola muy poco abstracta sobre nuestra actualidad.

Les voy a leer mi traducción de lo que se escribe en la página detrás de la edición inglesa que yo he leído hace poco:

“La tercera guerra mundial está en pleno movimiento o por lo menos esto es lo que los millones de personas claustrofóbicamente enlatadas en sus celdas subterráneas creen. Desde los últimos quince años la humanidad subterránea ha sido alimentada por noticieros diarios sobre destrucción nuclear y altas radiaciones allá arriba creyendo desde hace tiempo en el máximo protector. Pero ahí arriba, en la superficie de la tierra, otra realidad se manifiesta. El Este y el Oeste están en paz y de  una punta del planeta a otro, un cuerpo de elite de manipuladores profesionales alimentan la mentira” 

Acá tenemos la base de esta impresionante novela de Philip k Dick, La Penúltima Verdad.  Una lectura preocupante, pero al mismo tiempo divertida, porque esto es Dick: es fantástico en anclar sus elucidaciones filosóficas adentro de un marco sumamente humano, de personajes a veces graciosos, a veces ambiguos, oscuros, pero lo hace con una capacidad increíble. Ojalá en traducciones castellanas, que seguramente hay -espero que sí-, se consiga transmitir, porque como sabemos la traducción del libro es una cosa muy particular y muy delicada. Acá en este libro la mentira es la protagonista. Y los fabricantes de mentiras viven en enorme lujo, mientras que los otros conducen una vida miserable, bajo tierra, repetitiva, en condiciones dignas  de un hámster en un experimento. Ese es libro que yo elijo.


Publicado el Deja un comentario

Franco Torchia recomienda leer a Antonio Lobo Antunes

En Mesa de Luz, una personalidad destacada de la cultura recomienda un autor, un libro o sencillamente un cuento al que prestarle atención.

Franco Torchia

«Me gustaría recomendarles leer al escritor portugués Antonio Lobo Antunes, que para mí es uno de los mejores escritores del mundo. Hay muchas novelas de él traducidas a diversas lenguas, también a la lengua española. Acá en general sus libros están publicados por Mondadori y puntualmente quisiera recomendar su novela «El orden natural de las cosas» que ya tiene más de 25 años. Lobo Antunes es una especie de eterno candidato al Nobel, es de esos nombres, como tantos otros, que todos los años vuelvan a sonar para obtener el premio. Quiero detenerme en él, me gustaría mucho que lo puedan leer. Estamos hablado de una escritura densa y de una literatura a mi juicio perfectamente hecha”.

Franco Torchia es graduado en letras (UNLP). Como periodista trabajó en Clarín, Revista Ñ y Fundación Proa. Desde 2013 conduce el programa radial “No se puede vivir del amor”, que se emite por La Once Diez.


Mi muerte, cuento de Antonio Lobo Antunes

Hablo poco. Hablo poco y cada vez hablo menos. En primer lugar porque me distraigo y olvido el tema de las conversaciones y en segundo lugar porque las personas no esperan que les responda sino que las oiga, lo que es fácil si asientes de vez en cuando y dices         

-Pues claro       

cuando me miran con las cejas levantadas a la espera de aprobación y aplauso. Me he hecho un especialista del         

-Pues claro       

que sé pronunciar por lo menos en veintitrés tonos diferentes según el humor y el ímpetu        (o la falta de él)        del interlocutor, y si me preguntan con sorpresa


-¿Pues claro qué?     

tuerzo la boca en una sonrisa enigmática y sutilmente aprobadora para que el otro, tranquilizado, deshaga sus dudas, me dé en el hombro una palmada satisfecha, suelte con alivio        

-Me di cuenta enseguida de que estabas de acuerdo conmigo      

y se lance a un relato sinuoso en cuya primera curva me pierdo, aunque vuelva a murmurar pensando quién sabe en qué         

-Pues claro     

en los intervalos de silencio que de vez en cuando me abren, destinados a mi admiración y a mi aplauso.          

Porque yo no puedo hablar        

(y no hablo)     

pero estoy de su parte, estoy siempre de su parte, y estoy de su parte por no haber escuchado nada y porque detesto argumentar, tener razón, opiniones, convicciones, motivos. Por eso me limito al         

-Pues claro       

y al asentimiento mudo. Concentrado. Fruncido el ceño. Fraternal. Algunas veces sustituyo esta forma de aplauso por un suspiro que significa       

-A mí me lo vas a decir        

o por el adverbio         

-Exactamente       

que al contrario de lo que se pueda imaginar es el más vago, el más inocuo y estimulante de los comentarios, aquel que posibilita a mi compañero explorar diversas variantes de su tema, cotejarlas, elegirlas, rechazarlas, enfrentar unas con otras, valorar su densidad y su peso         

-Exactamente        

que en general hago seguir de la frase         

-Ya te digo         

que hasta ahora se ha revelado como un éxito seguro. Por eso no comprendo lo que ocurrió la semana pasada, cuando Pedro me telefoneó y quedamos en la cafetería de al lado de la casa. Yo pedí un té de limón y él pidió un café y comenzó a hablar. Eran las tres de la tarde, sólo había un señor mayor resolviendo crucigramas en una mesita cerca del escaparate y el camarero limpiando botellas detrás de la barra. No comprendo porque me comporté como de costumbre. Dije         

-Pues claro         

asentí con la cabeza, esbocé la sonrisa enigmática, alentadora, murmuré en cuatro o cinco ocasiones         

-Ya te digo        

suspiré solidario         

-A mí me lo vas a decir         

Pedro me dio en el hombro una palmada satisfecha         

-Me di cuenta enseguida de que estabas de acuerdo conmigo         

y aproveché para añadir, pensando en Ana, en el cuerpo de Ana, en los besos de Ana         

-Si yo fuese tú haría lo mismo         

y no entiendo el  motivo que lo llevó a sacar el revolver y a pegarme dos tiros en el pecho.         

Me preocupa sobre todo que Ana se quede sola con los niños por tener a su marido en la cárcel. Me preocupa también no poder visitarla por estar aquí en el hospital conectado a este aparato sin poder levantarme. Es poco probable que vuelva a verla: el médico ha accedido a esperar a que mi hermana menor llegue del Fundao para despedirse de mí antes de desconectar el aparato.