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Enzo Maqueira recomienda Lo que me hizo Fernández

En Mesa de Luz, una personalidad destacada de la cultura recomienda un autor, un libro o sencillamente un cuento al que prestarle atención.

Enzo Maqueira

Les voy a sugerir una primera novela de una autora argentina contemporánea que se llama María Staudenmann, cuyo libro se titula “Lo que me hizo Fernández”.

Es una historia de pasión desenfrenada, histeriqueo hasta el final, hasta las últimas consecuencias, hasta el dolor de los genitales de una mujer en sus cincuenta y en su menopausia, con un poeta medio maldito del under, de la poesía del conurbano de treintas.

Una novela muy ágil, muy profunda y al mismo tiempo muy divertida que nos muestra un poco el deseo femenino y el histeriqueo masculino. Me parece  que es algo muy de estos tiempos.


Enzo Maqueira publicó las novelas Electrónica y Hágase usted mismo. También colabora en las revistas Anfibia, Vice y Viva.

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Escribir en el agua – John Cage

Qué obviedad decir que toda vida es inaccesible. Incluso tal vez la propia vida. Pero hablemos de las vidas, las otras (¿nuestra vida no es una vida otra?). Las vidas como misterio, como enigma, como cosa imposible: ¿en qué ocupan el tiempo los demás, cómo viven, qué hacen cuando dicen que hacen, qué hacen cuando dicen que no, que no hacen nada? Imposible saberlo. Fin de la pregunta. 

Ahora hagamos una pregunta más interesante: ¿cómo se puede acceder a una memoria? Si se puede: ¿la memoria es una vida también? ¿o es una cosa? Es una cosa, parece ser una cosa. Tengo en mis manos el libro de Cage y estoy seguro que es una cosa: Escribir en el agua, la novedad de Caja Negra, es la confirmación de que existe un modo de descarga, un modo de legado, una versión fantasmal que puede sobrevolarnos y que si las mentes son brillantes (y la mente de Cage brillaba, ¿cómo no iba a brillar?) incluso podemos verlas.

Mírenlo ahí, por ejemplo, mírenlo. Tomando sus clases con Schoenberg, mírenlo. Está en el pizarrón resolviendo un problema sencillo, ¿sencillo?, no tan sencillo. Si es tan sencillo resuélvalo de otra forma, señor Cage: y Cage va y lo resuelve. Porque la cabeza de Cage cambia. Cambia como un piano intervenido: pone objetos entre las cuerdas neuronales y, pum, una idea nueva. Una canción inaudible, ¿o será una canción que se completa solo con lo impredecible de la audiencia? O pum, pone otro objeto entre sus cuerdas y de repente el i Ching, ¿de dónde salió? ¿siempre estuvo ahí? Será cuestión de usarlo: será cuestión de azar. O pasarán los años y seguirá poniendo objetos en su piano/mente. Y siempre detrás de las respuestas: Cage, encerrado en la traducción de su apellido, quiere salir de la jaula. Los sesenta y dos años de cartas que componen este volumen muestran su obsesión por salir de la jaula. O por responder la pregunta que su maestro le hizo aquella vez frente al pizarrón: ¿cuál es el principio que subyace a todas las soluciones?

Dirá en una carta de 1948: “no me interesa el éxito, sino solamente la música”. Dirá en el ocaso, 1992: “Me encuentro en un punto en el que ya no pienso ni siento. Todo lo que escribo son sonidos”. Qué pasó en el medio: qué pasó entre ir hacia la música y volverse la música. Pasó el budismo, pasó el amor, pasó un gato que se cae de un sexto piso y se rompe un diente, pasó la muerte de un padre, la larga postergación de la muerte de una madre, pasó un cambio de alimentación, dolores en la muñeca, pasaron Duchamp, Wittgenstein y Thoreau, pasaron viajes, muchos viajes, pasaron estas cartas y las que nunca se recuperarán. Pasó la respuesta, en el año 77: “el principio que subyace a todas las soluciones es la pregunta que hacemos”. Y también pasó la obsesión por los hongos y sus beneficios. 

Mírenlo ahora, paseando por el bosque, sintiendo la frecuencia exacta de una hoja seca crujiendo bajo sus pies. Mírenlo ahora, agachándose, encontrando, salvaje, algo precioso: esos mismos somos nosotros, en el bosque Cage, tocando con los ojos sus palabras: íntimas, alucinógenas, ricas, naturales, propias y a la vez, silenciosas.

Patricio Cerminaro

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Walter Lezcano recomienda 2666 y La novela luminosa

En Mesa de Luz, una personalidad destacada de la cultura recomienda un autor, un libro o sencillamente un cuento al que prestarle atención.

Walter Lezcano

Me gustan dos seres humanos absolutamente extraterrestres que son Mario Levrero y Roberto Bolaño. No me gusta mucho la palabra recomendar, pero digámoslo en esta forma: yo no soy religioso, pero si me adhiero a una religión firmaría sobre estos dos libros: 2666 de Roberto Bolaño y La Novela Luminosa de Mario Levrero. Si existiese alguna religión que tuviese estos dos libros como biblia, yo me anoto. Si me decís para entrar acá hay que leer estos dos libros y seguir sus enseñanzas yo voy. Soy muy fan. Los releí y son muy largos. Son como objetos extraños dentro de la literatura latinoamericana, o sea son libros que escapan a su país. A Uruguay, en el caso de Levrero y a Chile, o a España donde escribió Bolaño 2666. Escapan a su zona de creación para irradiar a todo un continente, a Latinoamérica. Resignifican también la idea de género novela, qué es una novela a partir de ellos. Se vuelve a poner en tensión la idea de género. También se puede repensar la novela latinoamericana del siglo XXI, desde, no sé, Rayuela, a cualquier novela grosa que te imagines. Novelas por decirle un nombre, porque uno se pone a leer y dice qué mierda es eso.  Estos libros resignifican o ponen en cuestión palabras habituales y por eso también creo que son seres y novelas monstruosas, únicas en su especie.


Walter Lezcano es escritor, poeta, periodista y profesor de literatura.

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#Reseñas| El mal menor – C.E. Feiling

Narradores: narren como Feiling. Detectives: piensen como Feiling. Villanos, asesinos, perversos: oculten como oculta Feiling. Palabras: ríndanse ante él. Si es que todavía no están rendidas.

En El mal menor hay pulso, todo es pulso, todo es respiración, órganos vitales, un texto órgano que se contrae y se expande, que se hincha y se desinfla, un texto sangre que recorre, con genética híbrida entre el terror de Stephen King y los sábados de súper acción, la tensión, como una cuerda floja del pensamiento. Un equilibrio constante: lo que se dice y lo que se oculta. Esa es la cuestión del género. Porque todo texto es también dos textos. Dos planos. Los planos de Inés Gaos, que ve lo que no hay, que ve lo que no hay hasta que hay, sí que hay, mierda que hay, ¿qué cosa?, una realidad falsa, una cosa imposible, que sin embargo sucede. ¿Monstruos?: no, no alcanza. ¿Manchas de sangre, semen, bilis que gotean del techo? No, no alcanza. Lo que ve Inés Gaos (dueña de un bar en San Telmo, conflictuada, soñadora) es al otro texto invadiendo el texto original. El mundo como un texto que puede ser leído: lo reprimido, lo comprimido, lo opresivo, que ataca. Lo que parecía que no estaba, pero está. Lo que parecía de leyenda: hay un sentido más allá del mundo y un día ese sentido nos va a atacar.

Como siempre ataca el sentido. Como siempre acecha lo no dicho: el reverso del texto es el reverso del mundo. Y al mundo, si es que alguna vez se lo ha de estudiar, si es que alguna vez se lo ha de entender, se lo mirará como una totalidad o no se lo mirará realmente: lo que es y lo que no es y lo que parecía que era y al final no. Como el texto: ¿es bueno o es malo subrayar la última frase de un libro, incluso cuando ese libro parecía completo, terminado, total? La pregunta, duele. Como duele saber, en el último hálito de una respiración, que todo lo que creías así era asá. O peor: como duele saber, mientras caemos con el cuerpo tieso desde un balcón, que incluso la ley de gravedad podría funcionar de otra manera. Porque todo camino es camino cuando se llega al final: mientras tanto es deriva. Como los textos de Feiling, que con segundas vidas como estas, resignifican el pasado. Siempre hay un segundo texto. Y en este caso probablemente haya más. Alguien dijo, no sé quién (pero tiene razón), que los textos clásicos no se leen. Se releen. Mil textos tiene la noche: mil noches tiene este texto. Será cuestión de soñar… o de ya no hacerlo nunca más.

Patricio Cerminaro

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Andrea Prodan recomienda leer La penúltima verdad de Philip K. Dick

En Mesa de Luz, una personalidad destacada de la cultura recomienda un autor, un libro o sencillamente un cuento al que prestarle atención.

Andrea Prodan

Acabo de terminar un libro realmente impresionante. Me tiene entusiasmado casi como cuando escuchaba un gran disco cuando tenía 17 años, en la época de los altos discos. Es algo parecido. “La penúltima verdad”, “The Penultimate Truth”, de Philip K. Dick, autor que yo igual adoro, pero este libro me sorprendió. Diría que es como una obra maestra, medio escondida en su panorama de literatura: es muy grosa.

Hoy en día el papel de filósofo ha sido completamente explotado, dinamitado por la historia misma. En este caos de mil voces hablando al mismo tiempo, nos agarramos de los visionarios: H.G. Wells con La máquina del tiempo, Julio Verne con sus viajes a la  luna o interplanetarios, Borges mismo y unos pocos otros. Y después está Philip K. Dick, que en apariencia es un escritor marginal académicamente. Un escritor popular, con tipos comunes como protagonistas en gran parte, pero anclados a un mundo complejo de tensiones tecno espirituales, de angustias antiguas en salsa moderna, futurística.  Los grandes libros conocidos de su enorme panorama literario, de tantas novelas y cuentos breves: ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, que fue después la película Blade Runner, aunque obviamente la película es muy relativa al lado del libro, Ubik, El hombre en el Castillo… Yo propongo “La penúltima verdad”, un libro que ha sido, me parece, demasiado perdido en su gigantesca producción. Un libro del año 1964, que yo leí la semana pasada o esta semana prácticamente y no podía creer lo impresionantemente actual que es hasta en su tecnología, en sus interrelaciones humanas, no sé, realmente da casi miedo. Contiene una parábola muy poco abstracta sobre nuestra actualidad.

Les voy a leer mi traducción de lo que se escribe en la página detrás de la edición inglesa que yo he leído hace poco:

“La tercera guerra mundial está en pleno movimiento o por lo menos esto es lo que los millones de personas claustrofóbicamente enlatadas en sus celdas subterráneas creen. Desde los últimos quince años la humanidad subterránea ha sido alimentada por noticieros diarios sobre destrucción nuclear y altas radiaciones allá arriba creyendo desde hace tiempo en el máximo protector. Pero ahí arriba, en la superficie de la tierra, otra realidad se manifiesta. El Este y el Oeste están en paz y de  una punta del planeta a otro, un cuerpo de elite de manipuladores profesionales alimentan la mentira” 

Acá tenemos la base de esta impresionante novela de Philip k Dick, La Penúltima Verdad.  Una lectura preocupante, pero al mismo tiempo divertida, porque esto es Dick: es fantástico en anclar sus elucidaciones filosóficas adentro de un marco sumamente humano, de personajes a veces graciosos, a veces ambiguos, oscuros, pero lo hace con una capacidad increíble. Ojalá en traducciones castellanas, que seguramente hay -espero que sí-, se consiga transmitir, porque como sabemos la traducción del libro es una cosa muy particular y muy delicada. Acá en este libro la mentira es la protagonista. Y los fabricantes de mentiras viven en enorme lujo, mientras que los otros conducen una vida miserable, bajo tierra, repetitiva, en condiciones dignas  de un hámster en un experimento. Ese es libro que yo elijo.


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Primera persona del singular – Haruki Murakami

Un escritor sin obsesiones es como un animal sin instinto, dijo una vez aquel. Y un animal sin instinto más que un animal es una máquina y entonces conflicto porque un escritor es también una máquina: será, entonces, una máquina con obsesiones. Como la vez aquella tan famosa en la que Casciari dijo que Messi es un perro, sin dudas provocativamente, pero con ciertos argumentos: bueno, esta vez puede decirse también que Murakami es un perro, tal vez provocativamente, pero con ciertos argumentos. Un perro obsesionado, un hueso, quiere su hueso, ¿el jazz? un hueso, ¿la nostalgia? un gran hueso, ¿los Beatles? otro hueso. O no, mejor no, mejor Murakami es como un pájaro, eso queda mejor, menos provocativo, menos argumentado, pero más bello: Murakami es como un pájaro porque siempre vuelve a su nido, porque no puede más que volver a su nido, Murakami es como un pájaro porque siempre vuela y no puede más que volar y vuela como si hubiera nacido para eso: Murakami escribe como si hubiera nacido para escribir, porque nació para escribir.

Y como la máquina que es, la máquina obsesa y rehén de su propio mito, construye las ficciones con sus mejores características: la relojería, los mecanismos, la precisión, las costuras, el ritmo y la arritmia, el tempo y el contratempo, la paradoja, la circularidad. Como el relato tal vez más logrado, Flor y Nata, el segundo de ocho, en el que un viejo encara a un muchacho -porque ahí tenemos otro ejemplo: el choque generacional como hueso- y le dije muchacho, piense un círculo sin circunferencia. Pero antes le dice piense un círculo con muchos centros, con infinitos centros. Y el muchacho va y piensa. Y piensa y pensará y no voy a arruinar nada si digo que no hay respuesta o que si la hay será, ¿qué?, ¿paradójica?, no, será más que paradójica, será circular, como el texto, como el círculo sin circunferencia, como un cuerpo, ¿dónde empieza un cuerpo? en el mismo lugar que empiezan y terminan los cuentos de Murakami: en la juventud. Todo es juventud con infinitos centros, en Murakami, todo es cuerpo con borde infinito, se dice lo que se dice y se oculta lo que se oculta, porque allá viene la ola, miren venir la ola, o miren venir al mono parlante que roba identidades si se concentra mucho, pero mucho, o mejor, piensen en un disco de Charlie Parker que nunca existió o en el rostro de un amor al que nunca le confiesarían nada. Eso es Murakami, ese es su mundo: aquello donde nunca termina de suceder, como un círculo que no termina de cerrarse, porque no tiene circunferencia, como un texto que nunca termina de escribirse, porque ya está escrito desde mucho, mucho tiempo antes. Porque Murakami, en algún punto inexacto, encontró una maquinita imposible. La maquinita de las palabras justas, la maquinita que escribe sola: es inconcebible que alguien tenga, sino, la capacidad de la exactitud y también la capacidad de la belleza. Murakami es un perro y un pájaro y una máquina y es también un círculo sin circunferencia. Murakami es lo que quiera ser, porque así son los que narran.

Patricio Cerminaro

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El ladrido del tigre | Osvaldo Baigorria

Vamos a dejar para otra vez la cuestión de si los ambientes y las cosas son o no otro personaje de la ficción. Y por hoy vamos a suponer que sí, que son. Que todo lo que hay opera sobre la realidad. Y la transforma. Y que todo lo que hay es la realidad, pero sobre todo que tiene voluntad. Es la voluntad de un dios, en todo caso, si el autor es un dios. Vamos a dejar para otro día también la cuestión del autor. Hoy hablemos del río. Más que del tigre, más que del Tigre con mayúsculas, hablemos del río. No del río como cambio. Hoy no nos importa el río como cambio. Hoy nos importa el río como proceso de escritura. El texto de Baigorria como un río. Pero no como un río cualquiera. La novela como un arroyo del Delta, ¿estuvieron alguna vez en el Delta? Si estuvieron entenderán. Un fin de semana basta, un fin de semana largo mucho mejor, ¡mil veces mejor unas vacaciones! Sentarse en una terraza a ver el río crecer y decrecer, ¿según qué? Según la voluntad del autor. Concédame esa poesía: el río del delta crece cuando crece el autor. El autor se llama viento, se llama sudestada. Pero no importa eso, no importa que crezca. No importa que crezca y decrezca y menos importa si cambia o no cambia. O si nos bañamos dos veces en el mismo río. Lo que importa es qué deja y qué trae. Como un texto: un texto siempre deja y siempre trae. Así suceden las cosas en El ladrido del tigre. Con la providencia del río y con su retraimiento. Qué queda cuando baja la marea: esa es la pregunta nuclear de todo texto, de todo río.

Y lo que queda es una trama degenerada. Dice Baigorria, bien tempranito: “La pandemia me salvó de la idea loca de ponerme a escribir un policial de terror sobre estos hechos para presentar a un concurso de subgéneros…”. Pero la corriente arrastra. Arrastra el agua, siempre arrastra: la forma del agua es también la forma de las cosas que se lleva. Y aquí se lleva el terror y deja al policial desnudo. Sigue, Baigorria: “había comenzado a fantasear con esa idea a principios de la pandemia sin tener ninguna destreza ni suficientes lecturas en esos géneros/sub”. Y entonces lo que queda es esto: el policial desnudo, degenerado. El río purgó y sedimentó, barroso, el esqueleto del proyecto trunco. Y a su carne se la comieron los peces. Y su genética se mezcló con el combustible de las lanchas y con la basura de los malos vecinos. Recién cuando bajó el río, el texto: todo texto se revela recién cuando baja el río. Y entonces vemos lo que queda. Una trama degenerada. Pero también una tremenda pericia narrativa: hay destreza. Y hay también humor y poesía, sobra el humor y la poesía. Y sobran las referencias literarias. Dice el protagonista, parafraseando a Borges, mientras conversa con el misterioso Jack (el antagonista que trajo la marea): “la lengua es un sistema de citas”. Y si la lengua es el texto, tiene razón: hablaremos de Guy de Maupassant, de Perlongher, de Aira, de Gonzalo Rojas, de Busqued, de Joe Brainard y George Perec, de Bakunin y Houellebecq.

Y entonces pienso que tal vez no, que dije mal. Que me equivoqué. Que un libro no es como un río, sino como una pileta. Como una pileta que se llena a baldazos. Baldazos de río, eso sí. El autor todavía no inventó la máquina. La máquina bomba que drene el río para llenar su propia piscina. Y va y viene y viene y va. A llenar el balde. Y a volcarlo después. El balde, que es la lengua. El balde, que es un sistema de citas. El balde, que es un personaje o mejor dicho un detalle. Miles de baldes son un personaje. Y millones de baldes serán una novela. Y quizá alguna vez la pileta esté llena. O probablemente no, quizá no. Dicen que estas piletas nunca se llenan del todo. Como los ríos del Delta nunca llegan a secarse. Es en esa diferencia -lo que falta en la pileta, lo que sobra en el río- donde está la belleza. Y Baigorria la encontró. Llevándo baldecitos, de acá para allá, y de allá para acá. 

Osvaldo Baigorria presentará el libro y conversará con Lala Toutonian este jueves 11 de noviembre a las 19hs en Eterna Social Club.

Patricio Cerminaro