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Gloria Peirano recomienda leer a Anne Carson

En Mesa de Luz, una personalidad destacada de la cultura recomienda un autor, un libro o sencillamente un cuento al que prestarle atención.

Gloria Peirano

Anne Carson combina la enseñanza de asignaturas clásicas con la escritura de poesía y de ensayo. En la solapa de sus libros, por contrato, se lee, como toda información: escribo y enseño griego. Considerada una de las poetas más relevantes en lengua inglesa, su voz sigue siendo tan original y perturbadora como en su primer libro. “La poesía es el espacio entre dos realidades”, dice, en una entrevista. “No sé mucho sobre géneros”, agrega, “esta es mi forma de pensar sobre este asunto: ¿qué pasaría si pudiera encontrar una manera de borrar la preparación, es decir, si fuera capaz de volver a la idea de antes de la idea, de extraer la forma verdadera de un pensamiento mientras aún está húmedo. Eso es lo más cercano que entiendo a la poesía. Para mí es un espacio, una pausa entre género y género, entre palabra e imagen, entre pensamiento y movimiento. Es como ese ciervo que no estás segura de haber visto al atardecer. Solo ha estado ahí un segundo y simplemente se fue”. De esto nos habla Anne Carson: de lo que está ahí un instante y simplemente se va. Tiene su rostro y su voz de poeta vuelto hacia los griegos y los latinos, la tradición helenística, sí, y es tal vez por eso que su escritura afilada, feroz, sutil es capaz de volver a la idea antes de la idea, a las preguntas antes de las preguntas, exactamente como eso que se equilibra entre fantasma y aparición. Una intensidad hipnótica, como dice Susan Sontag sobre la obra de Anne Carson: lo mismo me ocurre a mí. Recomiendo especialmente Eros el dulce amargo (1986), La belleza del marido (2001), El ensayo de cristal (2015), Tipos de agua (2018).


Gloria Peirano es escritora y docente universitaria


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Federico Jeanmaire recomienda El ejercicio de perder, de Haidu Kowski

En Mesa de Luz, una personalidad destacada de la cultura recomienda un autor, un libro o sencillamente un cuento al que prestarle atención.

Federico Jeanmarie

Les recomiendo “El ejercicio de perder” de Haidu Kowski. Es un narrador tremendo. No hay ningún espacio para el relax. En cada página pasan más cosas, más cosas, más cosas y uno se pregunta de dónde saca tantas cosas para que pasen. Es un libro ágil y que uno se lo come de un tirón.


Federico Jeanmaire es un escritor argentino, autor de libros como Miguel (1990), Mitre (1998) y Wërra (2020)


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Martín Kohan recomienda leer a Gustavo Ferreyra y a Juan José Becerra

En Mesa de Luz, una personalidad destacada de la cultura recomienda un autor, un libro o sencillamente un cuento al que prestarle atención.

Martín Kohan

Voy a mencionar dos autores que me gustan mucho y disfruto mucho haberlos leído. Si alguien quiere tomar eso como recomendación y leerlo me parece muy bien. Son dos de los tantos escritores que leo, que aprecio y que admiro. Tiendo a subrayar, si hay que ser breves, a Gustavo Ferreyra y a Juan José Becerra. Todos los libros de Ferreyra son buenísimos. Hay uno que para mí ya tiene estatura de clásico que se llama “La familia”.  De Becerra, que además es de Boca, lo mismo, todos sus libros son extraordinarios. De todos, hay uno que para mí también tiene estatura de clásico y que se llama “El espectáculo del tiempo”.


Martín Kohan es docente y escritor, autor de libros como Ciencias Morales, Cuerpo a tierra y Me acuerdo


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Tendres Stocks – Paul Morand

Quizá yo diría que un buen narrador más que un buen narrador debería ser un buen músico o que, en todo caso, un buen narrador siempre es un buen músico. El ritmo lo necesitamos, pero un buen músico no es eso. No es el que crea patrones, no es el que los repite, no es el que fecunda bellezas y bajezas, tampoco y mucho menos es el que escribe canciones. Un buen músico es el que hace bailar, el que conoce la santa alquimia del cuerpo, el que oyó hablar de los protones y los neutrones y su excitación física cuando algo los excita. Un buen músico es el que conoce de la química de las cosas vivas. Y aquí está Morand. Un hombre que vivió. (Tal vez para conocer de las cosas vivas se deba vivir primero). No estamos acá para discutir cómo y porqué Morand sabe de pulsos, de impulsos. Estamos acá para entender que toda palabra ritmifica y toda palabra mitifica, en un mismo procedimiento. Toda palabra propone una melodía y a la vez un silencio, su contraparte, su condición de necesidad. Y mezclar eso, ay, mezclar eso es la tarea del músico, del narrador. 

Los textos que componen Tendres Stocks respetan todos la misma cadencia. Un sonido que se expande y se contrae y que después decanta. La música es eso, un texto es eso. Morand sabe llevar la orquesta, el texto como una gran superposición que puede verse, pero también olerse, como los mejores himnos. Y que de vez en cuando fabulan y que a veces explotan como estribillos que duran solamente una frase, una vuelta de canción, para volver al ritmo y al pulso, al mito y al recurso, siempre al recurso, al encause de la historia, que siempre va para adelante, más allá de los desvíos: los desvíos son el matiz en el increscendo. Por eso, tal vez, por su capacidad para contar, para Contar con mayúsculas, Proust lo admiraba, como admiraba Proust. Basta leer el posfacio, largo, potente pero también irreverente, que el autor le dedicó a Morand, en un gesto bastante excepcional. 

El libro, editado por Leteo, se completa con algunos poemas y textos sueltos que Morand dedicó a Proust, pero también al propio entendimiento de sí mismo. Así se completa una obra que funciona apenas como un vistazo de una biografía que parece tanto o más potente que los mismos textos. Y eso es decir mucho.

Patricio Cerminaro

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El mar interior – Matías Capelli

Y tal vez un texto sea también esto: tomar unas tierras, inventarnos nacionalidades y diseñar, durante años, durante siglos, los mejores sistemas de ingeniería hidráulica para contener lo incontenible y, conteniéndolo, poder vivir. Crear tierra firme y al costado los ríos: los textos son los ríos que corren de costado. En ciudades hombres, en ciudades mujeres. Los textos son el fluir de una conciencia, de una historia que se resiste, que se resiste a desaparecer o en todo caso que, como se resiste a desaparecer, inunda nuestras ciudades, nuestros países bajos que no podemos evitar que se inunden. Porque siempre se inundan, nuestros países bajos: construímos contenciones verbales solamente para no inundarnos de nosotros mismos, de nuestro territorio. Como esta reseña, que conquista el sentido quizá sin la prolijidad de los profesionales neerlandeses, de su contención estética que crea frontera mientras crea identidad, nación. Esta reseña no tiene el pulso que tiene Capelli. Matías Capelli, él, el autor. El dueño de su territorio: el que puso diques en su pasado, en algo como su pasado (poner diques es contener el pasado).

Leamos la solapa, vayamos a donde importa: Entre 2013 y 2016 vivió en Ámsterdam, Países Bajos. Entonces viajemos. A su historia paralela, como todo canal tiene su paralelo: distintas frecuencias de una biografía o de una ciudad, que al fin y al cabo es lo mismo. Y Matías no es Matías en esta ciudad paralela, sino que es Milton. Dejemos para otro día el problema del autor. Hoy hablemos de él, de su destreza para andar en bicicleta, por ejemplo: ¿sabe hacerlo? Sabe… ¿sabe esquivar tranvías? No sabe o no puede o no pudo: choque y disparador. Tenemos historia. Tenemos historia de un pibe común, ¿qué hace en Ámsterdam? bueno, lo que hace cualquiera: tratar de sobrevivir. A los tumbos. Un extranjero que muerde los restos de una ciudad que no lo mira y nunca lo mirará, porque la ciudad nunca nos mira, mirándonos. Mirándonos siempre: nunca nos mira, mientras nos mira, hasta que necesita hacerlo. Hasta que un hijo de puta nos chocó y huyó, dejándonos con la bicicleta por el piso y con la cortesía de los que vieron todo, ¿estás bien?, estoy bien: recién ahí nos mira. Por las camaritas de la burocracia, que ordena la realidad. Ni siquiera las camaritas ordenan la realidad: las ordena un tipo detrás del escritorio que dice quién tiene razón en una disputa, tal vez menor, entre ciudadanos de esta ciudad contención. Así narra, Capelli: narra la ciudad artificial con el artificio de una memoria, que como tal construye y reconstruye, hace y deshace, arma y desarma, ama y desama. Y fluye, sobre todo fluye, como los canales de Ámsterdam. Cuenta la historia de una gota en esta ciudad fluyente: ¿puede una gota ser dos gotas, puede una gota ya no ser gota, puede una gota sentir amor, odio? Preguntas que arrojamos al mar.

Patricio Cerminaro

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Sylvia Iparraguirre recomienda el prólogo de Música para camaleones

En Mesa de Luz, una personalidad destacada de la cultura recomienda un autor, un libro o sencillamente un cuento al que prestarle atención.

Sylvia Iparraguirre

En realidad se trata de un prólogo más que de un libro. “Música para camaleones” de Truman Capote, autor de una novela impresionante como es “A Sangre Fría”, que seguramente todos conocen. En particular, este prólogo tiene la virtud de hacerte reflexionar sobre el acto de escribir.

Es decir, si estás queriendo escribir, si sos escritor, si empezaste a escribir, lee el prólogo de “Música para camaleones”. Todos los escritores lo tenemos, no les digo como enmarcado en un cuadrito, pero tenemos muy a mano lo que cuenta él ahí de su historia y de cuando empezó a escribir.

Truman dice que cuando te dan un don, te dan un látigo. Eso quiere decir que no podés escribir cualquier cosa, ni lo que se te ocurra, ni que todo es potable. Tenés que revisar muy bien, ser muy consciente de la corrección, de lo que querés decir, porque escribir es un compromiso muy serio.

Es decir si te dedicas a escribir que sea serio, porque si no, no vale la pena perder tiempo ahí, dedicate a otra cosa. Eso es más o menos lo que dice Truman en el prólogo.


Sylvia Iparraguirre es escritora, autora de libros como El Parque, La Tierra del Fuego y En el invierno de las ciudades, entre otros.


Prólogo de Música para camaleones

Mi vida —como artista, por lo menos— puede ser proyectada en un gráfico con la misma precisión que una fiebre, registrándose altos y bajos, ciclos específicamente definidos.
Comencé a escribir a los ocho años, inesperadamente, sin la inspiración de un modelo. No conocía a nadie que escribiera. En realidad, apenas si conocía a alguien que leyera. El hecho era que sólo cuatro cosas me interesaban: leer, ir al cine, zapatear y dibujar. Luego, un día, empecé a escribir, sin saber que me había encadenado, de por vida, a un amo noble pero despiadado. Cuando Dios nos ofrece un don, al mismo tiempo nos entrega un látigo, y éste sólo tiene por finalidad la autoflagelación.
Pero, naturalmente, yo no lo sabía. Yo escribía historias de aventuras, novelas policiales, escenas cómicas, cuentos que me habían narrado ex esclavos y veteranos de la Guerra Civil. Me divertía muchísimo, al principio. Dejé de divertirme cuando descubrí la diferencia entre escribir bien y mal, y luego hice un descubrimiento más alarmante aun: la diferencia entre escribir muy bien y el verdadero arte. Una diferencia sutil, pero feroz. Después de eso, cayó el látigo.
Así como algunas personas practican el piano o el violín cuatro y cinco horas diarias, yo practicaba con mis lapiceras y papeles. Sin embargo, no mostraba a nadie lo que hacía. Si alguien me preguntaba en qué estaba ocupado todo ese tiempo, les decía que con mis tareas escolares. En realidad, nunca hacía tareas escolares. Las literarias me mantenían totalmente ocupado: se trataba de mi aprendizaje en el altar de la técnica, del oficio, de las endiabladas complicaciones de la división en párrafos, la puntuación, el empleo del diálogo, para no mencionar el gran diseño total, el gran arco que exige comienzo, medio y final. Había que aprender, y de tantas fuentes: no sólo de los libros, sino de la música, de la pintura, de la mera observación cotidiana.
En realidad, lo más interesante que escribí en ese tiempo fueron las simples observaciones cotidianas que asentaba en mi diario. Descripciones de un vecino. Largas transcripciones literales de conversaciones oídas. Chismes locales. Un tipo de reportaje, un estilo de “ver” y “oír” que más adelante influiría seriamente en mí, aunque entonces no me daba cuenta, pues todo lo “formal” que escribía, lo que pulía y pasaba cuidadosamente a máquina, era más o menos ficticio.
Ya a los diecisiete años era un escritor consumado. De ser pianista, ése hubiera sido el momento propicio para el primer concierto en público. Siendo escritor, decidí que era el momento de publicar. Envié cuentos a las principales publicaciones literarias, y a las revistas de distribución nacional, que en aquellos días publicaban los cuentos de mayor “calidad”, como Story, The New Yorker, Harper’s Bazaar, Mademoiselle, Harper’s, Atlantic Monthly.Mis cuentos aparecieron, puntualmente, en las mismas.
Luego, en 1948, publiqué una novela: Otras voces, otros ámbitos. Fue bien recibida por la crítica, y resultó un best seller. También, debido a una exótica fotografía de su autor en la contratapa, fue el comienzo de una cierta notoriedad que me ha perseguido todos estos años. En realidad, muchas personas han atribuido el éxito comercial de la novela a la foto. Otros restaron importancia al libro, como si se tratara de un extraño accidente: “Sorprendente que alguien tan joven pueda escribir tan bien”. ¿Sorprendente? ¡Sólo hacía catorce años que escribía, día tras día! En general, la novela fue una conclusión satisfactoria del primer ciclo de mi desarrollo.
Una novela corta, Desayuno en Tiffany’s, concluyó el segundo ciclo en 1958. Durante los diez años intermedios, experimenté con casi todos los estilos y formas literarios, intentando dominar una variedad de técnicas, lograr un virtuosismo tan fuerte y flexible como la red de un pescador. Por supuesto, fracasé en varias de las áreas que ensayé, pero es verdad que uno aprende más del fracaso que del éxito. Así fue en mi caso, y más adelante pude aplicar con gran provecho lo que aprendí. De todos modos, durante esa década de exploración escribí colecciones de cuentos cortos (Un árbol nocturno, Recuerdo de Navidad), ensayos y retratos (Color local, Observaciones, la obra contenida en Los perros ladran), obras de teatro (El arpa de hierba, Casa de flores), libretos para películas (Beat the Devil, The Innocents), y una enormidad de reportajes reales, la mayoría para The New Yorker.
En realidad, desde el punto de vista de mi destino creativo, lo más interesante que hice durante toda esta segunda fase apareció primero enThe New Yorker como una serie de artículos, y posteriormente en un libro titulado Se oyen las musas. El tema era el primer intercambio cultural entre la Unión Soviética y los Estados Unidos: una gira hecha por Rusia, en 1955, por una serie de negros norteamericanos que representaban Porgy and Bess.Concebí toda la aventura como una breve novela cómica “verídica”, la primera de todas.
Unos años antes, Lillian Ross había publicado Picture, su historia de la filmación de una película, The Red Badge of Courage. Con sus rápidos cortes, las escenas retrospectivas o anticipatorias, era, en sí, como una película, y mientras la leía me preguntaba qué pasaría si la autora abandonara su dura disciplina lineal de reportaje directo y tratara el material como si fuera una novela: ¿ganaría, o perdería el libro? Decidí ver qué pasaba, cuando se me presentara el tema apropiado. Porgy and Bess en Rusia, en pleno invierno, me pareció apropiado.
Se oyen las musas recibió críticas excelentes; incluso fue elogiada por medios generalmente poco benévolos conmigo. Aun así, no llamó especialmente la atención, y las ventas fueron moderadas. Sin embargo, el libro fue un acontecimiento importante para mí: mientras lo escribía, me di cuenta de que podía haber hallado solución a lo que siempre había sido mi mayor dilema creativo.
Desde hacía muchos años me sentía atraído hacia el periodismo como una forma de arte en sí mismo, por dos razones: primero, porque me parecía que nada verdaderamente innovador se había producido en la prosa, o en la literatura en general, desde la década de 1920, y segundo porque el periodismo como arte era casi terreno virgen, por la sencilla razón de que muy pocos escritores se dedicaban al periodismo y, cuando lo hacían, escribían ensayos de viaje o autobiografías. Se oyen las musas me hizo pensar de una manera totalmente distinta. Yo quería escribir una novela periodística, algo en mayor escala que tuviera la verosimilitud de los hechos reales, la cualidad de inmediato de una película cinematográfica, la profundidad y libertad de la prosa y la precisión de la poesía.
Sólo en 1959 un misterioso instinto dirigió mis pasos hacia el tema —un oscuro caso de asesinato en una región aislada de Kansas— y finalmente, en 1966, pude publicar el resultado: A sangre fría.
En un cuento de Henry James, creo que The Middle Years, el protagonista, que es un escritor en las sombras de la madurez, se lamenta: “Vivimos en la oscuridad, hacemos lo que podemos; el resto es la locura del arte”. Dice esto, más o menos. De todos modos, James habla con toda franqueza, nos dice la verdad. Lo más oscuro de la oscuridad, lo peor de la locura, es el inexorable riesgo que entraña. Los escritores, al menos los que están dispuestos a correr verdaderos riesgos, los que se aventuran a todo, tienen mucho en común con otra raza de solitarios: los que se ganan la vida jugando al billar y a los naipes. Muchos pensaron que estaba loco al pasar seis años recorriendo las llanuras de Kansas; otros rechazaron mi concepción de la “novela verídica”, decretándola indigna de un escritor “serio”. Norman Mailer la describió como “un fracaso de la imaginación”, queriendo decir, supongo, que un novelista debería escribir sobre algo imaginario y no sobre algo real.
Sí, fue como jugar al póker con apuestas altísimas. Durante seis largos años, en que sentí los nervios desquiciados, no supe si tenía o no un libro. Fueron largos veranos y helados inviernos, pero yo seguía firme ante la mesa de juego, jugando la mano lo mejor posible. Luego, resultó que sí tenía un libro. Varios críticos se quejaron de que “la novela no ficticia” era un término para llamar la atención, un fraude, y que no había nada de nuevo ni original en lo que yo había hecho. Otros, sin embargo, opinaron de manera distinta. Se dieron cuenta del valor de mi experimento y pronto lo pusieron en práctica. Nadie fue más rápido que Norman Mailer, que ganó mucho dinero y obtuvo muchos premios con sus novelas no ficticias (Los Ejércitos de la noche, Of a Fire on the Moon, La Canción del Verdugo), si bien ha tenido mucho cuidado en no describirlas nunca como “novelas verídicas”. No importa: es un buen escritor y un gran tipo, y estoy agradecido por haber podido hacerle un pequeño favor.
La zigzagueante línea en el gráfico de mi reputación como escritor alcanzó una altura saludable, y allí la dejé un tiempo antes de pasar a mi cuarto ciclo, que supongo será el último. Durante cuatro años, aproximadamente entre 1968 y 1972, me dediqué a leer, seleccionar, corregir y clasificar mis propias cartas, las de otras personas, mis diarios (que contienen descripciones detalladas de cientos de escenas y conversaciones) correspondientes al período 1943-1965.Tenía la intención de utilizar gran parte de ese material en un libro que planeaba desde hacía años: una variante de la novela verídica. Lo titulé Answered Prayers (Plegarias escuchadas), que es una cita de Santa Teresa, quien dijo: “Se derraman más lágrimas por plegarias escuchadas que no escuchadas”. Comencé a trabajar en este libro en 1972, escribiendo primero el último capítulo (siempre es bueno saber adónde va uno). Luego escribí el primero, “Monstruos no malcriados”, después el quinto, “Un severo insulto al cerebro”, a continuación el séptimo, “La côte basque”. Proseguí de esta forma, escribiendo distintos capítulos fuera de secuencia. Pude hacerlo porque el argumento —o argumentos, más bien— era verídico, y todos los personajes, reales. No era difícil recordarlo todo, pues no había inventado nada. Sin embargo, no fue mi intención escribir un roman à clef, ese género en que los hechos se disfrazan de ficción. Mis intenciones eran lo opuesto: quitar los disfraces, no fabricarlos.
En 1975 y 1976 publiqué cuatro capítulos del libro en la revista Esquire. Esto causó enojo en ciertos círculos, en los que se tuvo la sensación de que yo estaba traicionando confidencias, maltratando a amigos y/o a enemigos. No quiero discutir esto; se trata de política social y no de mérito artístico. Diré solamente que todo lo que tiene el escritor para trabajar es el material que ha reunido como resultado de su propio esfuerzo y de sus observaciones, y no se le puede negar el derecho de usarlo. Se podrá condenar su uso, pero no negárselo.
No obstante, interrumpí Answered Prayers en septiembre de 1977, hecho que nada tuvo que ver con la reacción pública recibida por las partes ya publicadas. La interrupción se debió a que yo estaba pasando un momento terrible: atravesaba una crisis creativa y personal al mismo tiempo. Como la faz personal no estaba relacionada, excepto muy tangencialmente, con la creativa, sólo es necesario referirme al caos creativo.
A pesar de que fue un verdadero tormento, ahora me alegro de que haya ocurrido. Después de todo, alteró mi concepción total de la literatura, mi actitud hacia el arte, la vida, el equilibrio entre ambos y mi comprensión de la diferencia entre lo verdadero y lo realmente verdadero.
Por empezar, creo que la mayoría de los escritores, incluso los mejores, recargan las tintas. Yo prefiero aligerarlas, usar un estilo simple y cristalino como un arroyo de campo. Descubrí que mi estilo se volvía demasiado denso, que me llevaba tres páginas conseguir efectos que debería lograr en un solo párrafo. Volví a leer y a releer todo lo que había escrito en Answered Prayers, y empecé a tener dudas, no acerca del material o de mi enfoque, sino de la textura del estilo. Releí A sangre fría y tuve la misma reacción: en muchas partes el estilo no era tan bueno como debería ser, y no liberaba todo el potencial. Lentamente, con una alarma que iba en aumento, volví a leer cada palabra publicada en mi vida, y llegué a la conclusión de que nunca, ni una sola vez en mi carrera de escritor, había explotado toda la energía ni toda la excitación estética contenidas en el material. Me di cuenta de que, hasta en las mejores partes, trabajaba con la mitad, e incluso un tercio, de las posibilidades que tenía. ¿Por qué?
La respuesta, que me fue revelada después de meses de meditación, era sencilla pero no muy satisfactoria. No hizo nada, por cierto, para disminuir mi depresión. Por el contrario, la empeoró. La respuesta creaba un problema aparentemente insoluble y, si no podía solucionarlo, mejor era dejar de escribir. El problema era el siguiente: ¿cómo puede un escritor combinar con buen resultado dentro de una sola forma —digamos el cuento— todo lo que sabe de todas las otras formas literarias? Pues a esto se debía el que mi obra estuviera, a menudo, iluminada insuficientemente: el voltaje existía, pero al restringirme a las técnicas de la forma en la que escribía en ese momento, no utilizaba todo lo que sabía del arte de escribir, todo lo que había aprendido de libretos, obras de teatro, reportajes, poesías, cuentos,nouvelles, novelas. Un escritor debía tener a su disposición, sobre su paleta, todos los colores, todas las habilidades para poderlos combinar y, cuando fuera apropiado, aplicar simultáneamente. La pregunta era: ¿cómo?
Retomé Answered Prayers. Descarté un capítulo y volví a escribir otros dos. Mejor, decididamente, mucho mejor. Pero la verdad era que debía volver al jardín de infantes. Allí estaba, otra vez, frente a una mesa de juego, aunque excitado, pues me sentía iluminado por un sol invisible. Aun así, mis primeros experimentos fueron torpes. Me veía como a un niño con una caja de lápices de colores.
Desde el punto de vista técnico, la mayor dificultad que tuve al escribir A sangre fría fue no participar. Por lo general, el periodista tiene que entrar en la obra como personaje, como observador testigo, si es que quiere mantener el libro dentro del plano de lo verosímil. Yo sentía que era esencial, para el tono aparentemente objetivo del libro, que el autor permaneciera ausente. En realidad, en todos mis reportajes, siempre intenté mantenerme lo más invisible que fuera posible.
Ahora, sin embargo, me coloqué en el centro del escenario y empecé a reconstruir, de una manera severa y mínima, conversaciones cotidianas con personas comunes: el encargado de mi edificio, un masajista en el gimnasio, un viejo compañero de escuela, mi dentista. Después de escribir cientos de páginas sencillas, llegué a conseguir un estilo. Había descubierto un marco dentro del cual podía asimilar todo lo que sabía del arte de escribir.
Más tarde, utilizando una versión modificada de esta técnica, escribí una nouvelle verídica (Féretros tallados a mano) y una cantidad de cuentos. El resultado es el presente volumen, Música para camaleones.

¿Cómo ha afectado todo esto al resto de mi obra en preparación, Answered Prayers? Considerablemente. Mientras tanto, heme aquí solo, sumido en mi oscura locura, completamente solo con mi mazo de naipes y, por supuesto, con el látigo que Dios me dio.

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Enzo Maqueira recomienda Lo que me hizo Fernández

En Mesa de Luz, una personalidad destacada de la cultura recomienda un autor, un libro o sencillamente un cuento al que prestarle atención.

Enzo Maqueira

Les voy a sugerir una primera novela de una autora argentina contemporánea que se llama María Staudenmann, cuyo libro se titula “Lo que me hizo Fernández”.

Es una historia de pasión desenfrenada, histeriqueo hasta el final, hasta las últimas consecuencias, hasta el dolor de los genitales de una mujer en sus cincuenta y en su menopausia, con un poeta medio maldito del under, de la poesía del conurbano de treintas.

Una novela muy ágil, muy profunda y al mismo tiempo muy divertida que nos muestra un poco el deseo femenino y el histeriqueo masculino. Me parece  que es algo muy de estos tiempos.


Enzo Maqueira publicó las novelas Electrónica y Hágase usted mismo. También colabora en las revistas Anfibia, Vice y Viva.

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Escribir en el agua – John Cage

Qué obviedad decir que toda vida es inaccesible. Incluso tal vez la propia vida. Pero hablemos de las vidas, las otras (¿nuestra vida no es una vida otra?). Las vidas como misterio, como enigma, como cosa imposible: ¿en qué ocupan el tiempo los demás, cómo viven, qué hacen cuando dicen que hacen, qué hacen cuando dicen que no, que no hacen nada? Imposible saberlo. Fin de la pregunta. 

Ahora hagamos una pregunta más interesante: ¿cómo se puede acceder a una memoria? Si se puede: ¿la memoria es una vida también? ¿o es una cosa? Es una cosa, parece ser una cosa. Tengo en mis manos el libro de Cage y estoy seguro que es una cosa: Escribir en el agua, la novedad de Caja Negra, es la confirmación de que existe un modo de descarga, un modo de legado, una versión fantasmal que puede sobrevolarnos y que si las mentes son brillantes (y la mente de Cage brillaba, ¿cómo no iba a brillar?) incluso podemos verlas.

Mírenlo ahí, por ejemplo, mírenlo. Tomando sus clases con Schoenberg, mírenlo. Está en el pizarrón resolviendo un problema sencillo, ¿sencillo?, no tan sencillo. Si es tan sencillo resuélvalo de otra forma, señor Cage: y Cage va y lo resuelve. Porque la cabeza de Cage cambia. Cambia como un piano intervenido: pone objetos entre las cuerdas neuronales y, pum, una idea nueva. Una canción inaudible, ¿o será una canción que se completa solo con lo impredecible de la audiencia? O pum, pone otro objeto entre sus cuerdas y de repente el i Ching, ¿de dónde salió? ¿siempre estuvo ahí? Será cuestión de usarlo: será cuestión de azar. O pasarán los años y seguirá poniendo objetos en su piano/mente. Y siempre detrás de las respuestas: Cage, encerrado en la traducción de su apellido, quiere salir de la jaula. Los sesenta y dos años de cartas que componen este volumen muestran su obsesión por salir de la jaula. O por responder la pregunta que su maestro le hizo aquella vez frente al pizarrón: ¿cuál es el principio que subyace a todas las soluciones?

Dirá en una carta de 1948: “no me interesa el éxito, sino solamente la música”. Dirá en el ocaso, 1992: “Me encuentro en un punto en el que ya no pienso ni siento. Todo lo que escribo son sonidos”. Qué pasó en el medio: qué pasó entre ir hacia la música y volverse la música. Pasó el budismo, pasó el amor, pasó un gato que se cae de un sexto piso y se rompe un diente, pasó la muerte de un padre, la larga postergación de la muerte de una madre, pasó un cambio de alimentación, dolores en la muñeca, pasaron Duchamp, Wittgenstein y Thoreau, pasaron viajes, muchos viajes, pasaron estas cartas y las que nunca se recuperarán. Pasó la respuesta, en el año 77: “el principio que subyace a todas las soluciones es la pregunta que hacemos”. Y también pasó la obsesión por los hongos y sus beneficios. 

Mírenlo ahora, paseando por el bosque, sintiendo la frecuencia exacta de una hoja seca crujiendo bajo sus pies. Mírenlo ahora, agachándose, encontrando, salvaje, algo precioso: esos mismos somos nosotros, en el bosque Cage, tocando con los ojos sus palabras: íntimas, alucinógenas, ricas, naturales, propias y a la vez, silenciosas.

Patricio Cerminaro

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Walter Lezcano recomienda 2666 y La novela luminosa

En Mesa de Luz, una personalidad destacada de la cultura recomienda un autor, un libro o sencillamente un cuento al que prestarle atención.

Walter Lezcano

Me gustan dos seres humanos absolutamente extraterrestres que son Mario Levrero y Roberto Bolaño. No me gusta mucho la palabra recomendar, pero digámoslo en esta forma: yo no soy religioso, pero si me adhiero a una religión firmaría sobre estos dos libros: 2666 de Roberto Bolaño y La Novela Luminosa de Mario Levrero. Si existiese alguna religión que tuviese estos dos libros como biblia, yo me anoto. Si me decís para entrar acá hay que leer estos dos libros y seguir sus enseñanzas yo voy. Soy muy fan. Los releí y son muy largos. Son como objetos extraños dentro de la literatura latinoamericana, o sea son libros que escapan a su país. A Uruguay, en el caso de Levrero y a Chile, o a España donde escribió Bolaño 2666. Escapan a su zona de creación para irradiar a todo un continente, a Latinoamérica. Resignifican también la idea de género novela, qué es una novela a partir de ellos. Se vuelve a poner en tensión la idea de género. También se puede repensar la novela latinoamericana del siglo XXI, desde, no sé, Rayuela, a cualquier novela grosa que te imagines. Novelas por decirle un nombre, porque uno se pone a leer y dice qué mierda es eso.  Estos libros resignifican o ponen en cuestión palabras habituales y por eso también creo que son seres y novelas monstruosas, únicas en su especie.


Walter Lezcano es escritor, poeta, periodista y profesor de literatura.

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#Reseñas| El mal menor – C.E. Feiling

Narradores: narren como Feiling. Detectives: piensen como Feiling. Villanos, asesinos, perversos: oculten como oculta Feiling. Palabras: ríndanse ante él. Si es que todavía no están rendidas.

En El mal menor hay pulso, todo es pulso, todo es respiración, órganos vitales, un texto órgano que se contrae y se expande, que se hincha y se desinfla, un texto sangre que recorre, con genética híbrida entre el terror de Stephen King y los sábados de súper acción, la tensión, como una cuerda floja del pensamiento. Un equilibrio constante: lo que se dice y lo que se oculta. Esa es la cuestión del género. Porque todo texto es también dos textos. Dos planos. Los planos de Inés Gaos, que ve lo que no hay, que ve lo que no hay hasta que hay, sí que hay, mierda que hay, ¿qué cosa?, una realidad falsa, una cosa imposible, que sin embargo sucede. ¿Monstruos?: no, no alcanza. ¿Manchas de sangre, semen, bilis que gotean del techo? No, no alcanza. Lo que ve Inés Gaos (dueña de un bar en San Telmo, conflictuada, soñadora) es al otro texto invadiendo el texto original. El mundo como un texto que puede ser leído: lo reprimido, lo comprimido, lo opresivo, que ataca. Lo que parecía que no estaba, pero está. Lo que parecía de leyenda: hay un sentido más allá del mundo y un día ese sentido nos va a atacar.

Como siempre ataca el sentido. Como siempre acecha lo no dicho: el reverso del texto es el reverso del mundo. Y al mundo, si es que alguna vez se lo ha de estudiar, si es que alguna vez se lo ha de entender, se lo mirará como una totalidad o no se lo mirará realmente: lo que es y lo que no es y lo que parecía que era y al final no. Como el texto: ¿es bueno o es malo subrayar la última frase de un libro, incluso cuando ese libro parecía completo, terminado, total? La pregunta, duele. Como duele saber, en el último hálito de una respiración, que todo lo que creías así era asá. O peor: como duele saber, mientras caemos con el cuerpo tieso desde un balcón, que incluso la ley de gravedad podría funcionar de otra manera. Porque todo camino es camino cuando se llega al final: mientras tanto es deriva. Como los textos de Feiling, que con segundas vidas como estas, resignifican el pasado. Siempre hay un segundo texto. Y en este caso probablemente haya más. Alguien dijo, no sé quién (pero tiene razón), que los textos clásicos no se leen. Se releen. Mil textos tiene la noche: mil noches tiene este texto. Será cuestión de soñar… o de ya no hacerlo nunca más.

Patricio Cerminaro